10 de febrero, 2020, Rafael del Rosal
El nuevo Código Deontológico de la Abogacía. (V) Art. 3
Artículo publicado por el autor en el nº 30, enero de 2020, de la revista Iuris&Lex que edita el diario «El Economista», en el que ofrece la quinta entrega de sus «Comentarios críticos al nuevo Código Deontológico de la Abogacía», dedicados a su artículo tres.
Nada cambia en el art. 3 del nuevo Código Deontológico –CD- respecto de su predecesor, que no sea profundizar en el general desacierto de su equivocada ubicación sustantiva y sistemática, enredando su texto con adiciones de adorno y nuevos deslindes en sus apartados, que no sólo abundan en sus antiguos déficits sino que, además y con la agravante de “modernidad y anestesía”, da un paso adelante en el recorte del alcance de nuestras prerrogativas de inmunidad en el ejercicio de la función de la defensa, avanzando a un tiempo, lentamente y de propósito, en la derogación paulatina de nuestras exigencias éticas y de la dignidad de nuestra función.
En efecto, pues si algo se puede percibir ya con toda claridad desde el análisis de los sucesivos cambios normativos que vamos analizando en nuestro sistema jurídico regulador del ejercicio de la abogacía es que la política general de nuestras instituciones de gobierno corporativo es esa, derogarlo lentamente de modo que resulte imperceptible, alternando los métodos y las normas y jaleando su modificación con su supuesta modernización y sus mejoras aparentes.
La cuestión central a considerar en relación con el precepto analizado, ya la hemos venido señalando hasta aquí en cuantas columnas vengo dedicando a estos comentarios críticos al nuevo CD, a saber: qué es lo que pinta en él este artículo 3, dedicado a la Libertad de Defensa (también llamada Independencia) y a la Libertad de Expresión, teniendo en cuenta que no se trata de dos obligaciones deontológicas sino de dos de las instituciones que garantizan la inmunidad de la abogacía frente a los poderes públicos y, por tanto, de dos de las prerrogativas de su estatuto político y no de sus exigencias éticas.
Y, más aún, cuando a la Independencia, es decir, a la libertad de defensa, ya le dedicara todo su artículo 2 (aunque también indebidamente en su vertiente como prerrogativa, como tuve ocasión de apuntar en mi columna del mes de diciembre), desdoblando sus contenidos en dos preceptos distintos y con dos nombres distintos tratándose de la misma cosa, rompiendo su tratamiento unitario, su substancia, su contenido y su sistemática, confundiendo a todo el mundo desde la confusión exegética más acendrada que exhibe nuestro legislador.
De tal modo que si ya no pintaba nada su predecesor, mucho menos sigue pintando ahora su renovada versión, con sus nuevos adornos y aspavientos. Debiendo, en conclusión desaparecer del CD para encontrar su acomodo en ese Título que llevamos reclamando en el Estatuto General de la Abogacía, dedicado a las Prerrogativas de la Función de la Defensa, el contenido y los límites de cada una de ellas y su Régimen de Amparo, que es donde debe de estar, para luego ir a la Ley Orgánica del Derecho de Defensa, su sede natural.
Claro, no sin antes sacar de él su apartado nº 4 y parte de la sustancia concordante del 5, que deberán formar parte del art. 2 y reintegrarse en él, dedicado a la Obligación de Independencia (lealtad en ciencia y conciencia con el interés de la defensa y su licitud) cuando se desarrolle bien en él el tipo disciplinario. Es decir, el contenido de dicha obligación, recién citado, y el modo en el que se quebranta.
Siendo finalmente la ocasión de advertir lo que adelantábamos más arriba, sin perjuicio de que el precepto deba desaparecer del CD, trasladando su contenido, como procede, al Estatuto General de la Abogacía: uno de los cambios con los que se adorna este nuevo artículo 3 CD que comentamos, es su apartado nº 3, de novísima presentación, dedicado a establecer los límites de la prerrogativa de Libertad de Expresión en el ejercicio de la Función de la Defensa por vez primera en la Historia.
Resulta descorazonador el sesgo que toma la decisión adoptada al respecto por nuestro legislador profesional autorregulado, en la única norma que aún no tiene que paccionar con los poderes del Estado como lo es nuestro CD. Pues habiendo mantenido inveteradamente la abogacía en sus resoluciones colegiales adoptadas en sede deontológica, que el límite a la libertad de expresión debía situarse en el “insulto y la descalificación personal o “ad hómine”, se ha decantado normativamente por la fórmula “el insulto y la descalificación gratuitas” propia de la doctrina acuñada al respecto por el Tribunal Constitucional –TC-.
La decisión adoptada no es en absoluto baladí, no sólo por cuanto la fórmula acuñada por la Abogacía en sede disciplinaria era y es más objetiva y precisa y, por tanto, más justa, jurídicamente segura y favorable para la abogacía, mientras que la del TC lo es más subjetiva y, sobre todo, deja en manos de los jueces la decisión sobre la necesidad de las expresiones empleadas en el ejercicio de la defensa por quien la ejerza, y, por tanto y también, nuestra libertad de defensa, sino por cuanto en lugar de defender nuestra mejor doctrina en nuestras propias normas, entrega lo conquistado durante años a los poderes del Estado, en la primera ocasión normativa propia que “encuentra”.
Si esto es así en nuestro propio fuero, pueden ustedes hacerse una idea de lo que serán capaces de ceder nuestros representantes institucionales cuando discutan normas que provengan del poder legislativo del Estado. Y desde luego, de lo que quieren decir cuando alardean de su “firme voluntad de defender la Dignidad de la Defensa” (sic!).