24 de septiembre, 2017, Rafael del Rosal
La ética y la eficacia de los Códigos Deontológicos o elogio de la filosofía
Artículo publicado por el autor en el nº 14, julio 2017, 6ª época, de la revista OTROSÍ, que edita el Colegio de Abogados de Madrid, en el que considera y funda la importancia y la decisiva necesidad de los Códigos Deontológicos sujetos a disciplina y, al fin, las razones de su eficacia.
Al mundo profesional se le llena la boca hablando de ética, pero no dedica tiempo ni dinero a investigar sobre ella para solventar una de las carencias más clamorosas que padece: contar con una teoría general de la ética jurídica que explique qué son y para qué y cómo sirven sus Códigos Deontológicos. A esa tarea van dedicadas estas letras ante la enésima reaparición del debate sobre la eficacia de los Códigos Deontológicos y, también, como homenaje a la filosofía, con el anhelo y el ruego a quien corresponda de que su conocimiento no desaparezca de los planes de estudio.
Vuelve la moda en estos días de regresar al debate sobre la eficacia de los Códigos Deontológicos, con la renovada aparición de los negacionistas. Lo novedoso del fenómeno, que lo hace cuando menos atrevido, es que se produzca en medio de la hipertrofia normativa ética rayana en el paroxismo que padece hoy el mundo avanzado y que lleva Códigos Deontológicos a todas las actividades, incluyendo a los poderes del Estado (!), como los jueces y fiscales que, quizás, eran ya los últimos que nos quedaban sin ellos.
Dos son las formas de la negación y las dos chocan tercamente con la realidad. La una negaría, sin más sustento que la duda, la eficacia biológica o esencial de un código ético como instrumento para extender o promover comportamientos éticos o ejemplares. Es el caso del propio filósofo Javier Gomá, que comentara en una reciente conferencia que había declinado formar parte de la ponencia para la redacción del Código ético de los jueces, por mantener serias dudas sobre la eficacia de los Códigos Deontológicos para promover comportamientos ejemplares (aquí, éticos).
Sorprendente concepción en un jurista, en tanto que no sólo choca con el paroxismo codificador ético antes señalado, sino con el fenómeno histórico que supuso el advenimiento a la civilización humana del propio derecho común a manos de Roma. Fenómeno codificador de la ética inmediatamente antecesor al de los Códigos Deontológicos disciplinados, que convive con éstos y cuyo nacimiento y extensión provoca, por sus dificultades para consolidar su eficacia generalizada, como codificación ética de cuarta generación o nuevo envite de los comportamientos de valor para ganar la batalla de la supervivencia, reforzando al ya insuficiente derecho común.
De lo que es evidencia el hecho de que, tras cada crisis financiera o escándalo de corrupción de consecuencias masivas, salga el emperador al balcón global e, invariablemente, prometa…¡regular éticamente el sector afectado por la crisis!, como única forma de calmar la ira de las víctimas y el descontento generalizado que provoca, buscando recuperar así la confianza perdida por la ciudadanía en la virtualidad del sistema.
Hecho que, si tenemos en cuenta la simétrica hipertrofia legislativa alcanzada por el derecho común en la misma geografía, necesariamente ha de llevarnos a tenerlo por expresivo, a un tiempo, tanto de la insuficiencia del derecho común para evitar las prácticas ilícitas, corruptas o criminales y los cataclismos que alcanzan a provocar cuando se acumulan en la tormenta perfecta, cuanto de la eficacia del fenómeno codificador de la ética pura que aportan los Códigos Deontológicos, a los que necesitamos recurrir aún y a pesar de la extensión regulatoria oceánica alcanzada por el derecho común.
Y es que la ética o como queramos llamar a los comportamientos de valor, que no son otros que aquellos que vuelcan su objeto en el interés colectivo haciendo dejación del interés propio, además de los beneficios que reporta generando más civilización y mejor civilización, cada vez para un mayor número de individuos y generando una ingente cantidad de confianza social, tiene la cualidad extraordinaria de codificarse cristalizando en normas, precisamente con ambas finalidades.
Cualidad que igualmente confirma el hecho de que la ética no haya dejado nunca de codificarse, hasta el punto de que podría decirse que, junto a la codificación genética o biológica interna del ser humano, que conforma su carácter y su comportamiento como dual, aleatorio y libre, siempre habría venido caminando la codificación ética, que vendría a ser algo así como la codificación biológica externa del comportamiento del propio ser humano, racional o auto-reflexiva de éste, que tiende a forzar desde fuera y socialmente, la repetición lo más frecuente posible de sus comportamientos de valor.
De tal modo que la codificación ética habría venido recibiendo en sus formas y contenidos a lo largo de la Historia, el impacto del avance del conocimiento reflexivo por el ser humano de sus propios comportamientos de valor y de sus resultados civilizatorios (inteligencia y filosofía), haciéndose cada vez más compleja en su gestación, implantación y exigencia para transitar, por fases, desde la cosmogonía totémica primitiva, hasta la cosmogonía moderna de la autonomía civil de las sociedades avanzadas, regidas por los Estados Sociales y Democráticos de Derecho.
Lo que me viene llevando a sostener, siguiendo el curso evolutivo del mono homínido sapiens, que habrían venido a ser cuatro las grandes codificaciones de la ética producidas sucesivamente, como cuatro oleadas o mareas, que se mantienen activas en estratos superpuestos, trabajando por la supremacía numérica de los comportamientos de valor en pro de la pervivencia del género humano sobre la Tierra:
a) La codificación primitiva o tabú, de potencia totémica y no escrita, situada en la frontera entre la vida y la muerte, nunca igualada en su eficacia (piénsese en la extraordinaria limitación universal del incesto) [1].
b) La codificación religiosa que, también totémica y de potencia universal aunque exponencialmente más avanzada en su elaboración simbólica que la primitiva, aparte de resolver problemas de enorme trascendencia existencial que no es este lugar de tratar, codifica de forma abundante y ya escrita en “tablas de ley”, los mandamientos de valor, germinales de todo sistema jurídico.
c) El derecho común, de hace escasamente 2.500 años, que consolida en ley escrita la costumbre [2], que conserva las tablas como nombre y fueron doce en su origen [3], que nace laico y propio de la Cívitas, que separa por vez primera la ciudad de los dioses de la ciudad de los hombres [4], que ahondaría el Renacimiento y consolidaría la Ilustración y que, finalmente, sustituye en su respaldo la fuerza de Dios por la fuerza del Estado, cuyo uso detenta éste en régimen de monopolio.
d) Y, finalmente, la ética jurídica o codificación ética de cuarta generación, con los Códigos Deontológicos sometidos a disciplina, hasta hoy limitados a las profesiones, cuyas dos complejas notas esenciales son la de ser iguales que el resto de las normas del derecho común por su estructura, como derecho exigible bajo sanción y distintas a las del derecho común por su naturaleza y finalidad, en tanto que van más allá del derecho común para sentar, en términos generales, comportamientos cuya mecánica jurídica consiste precisamente en la renuncia a un derecho común propio en favor de tercero, que lo recibiría para acrecer el suyo, engendrando un verdadero contra-negocio jurídico generador de confianza social.
Todo lo cual, nos conduce a concluir que, sea cual fuere la eficacia biológica básica que puedan tener los Códigos éticos sometidos a disciplina, ésta será como mínimo igual a la que sea que tenga el derecho común, aún y sin contar con el valor material reforzado que le presta el desinterés unilateral del que parte y del que carece el derecho común, fundado en el sinalagma. Pues de todos resulta evidente que si se sigue matando, robando o corrompiendo con profusión pese a la existencia del Código penal, bien parecerá cuando menos snob exigir a los Códigos Deontológicos más eficacia propagando la ética que a aquél conteniendo el crimen.
No menos chocante con la realidad resulta la otra vía de negación de la eficacia de los Códigos éticos, centrada en deficiencias técnicas o aquellas que se manifiestan en el conjunto de mecanismos jurídicos o factores humanos que integran el sistema creado para su exigencia, toda vez que chocaría igualmente con idénticas deficiencias en el derecho común.
Pues también resulta evidente que si el sistema de derecho punitivo común pone continuamente de manifiesto las deficiencias que denuncia el uso alternativo del derecho generalizado (doctrina cambiante de la Sala Segunda TS sobre la prescripción de los delitos según extracción social de los acusados, fiscales que no acusan al poder, amnistías fiscales a los defraudadores adinerados, indultos de corruptos condenados, persecución de jueces o fiscales incómodos, etc.) no parece que pudieran medirse las deficiencias o eficacia del sistema ético disciplinario de las profesiones con parámetros más exigentes.
Pero ni aún desde los postulados estructurales de su concepción, haciendo ataque incrédulo del sistema de autorregulación de la disciplina ética del que disfrutan las profesiones, para garantizar su independencia, cuestionando el inevitable corporativismo que genera. Pues si difícil resulta tener fe en la limpieza y objetividad de la disciplina profesional autorregulada, más difícil aún resulta tenerla de la división de poderes en el Estado, cuando es el poder el que debe responder ante la justicia, evidenciando el corporativismo de clase, de estirpe ideológica o de partido político, que moviliza.
Por lo que, llegados pues al punto, parece necesario ir concluyendo que, en lo que hace a la eficacia de cada una de las codificaciones éticas antes señaladas, lo único que podemos decir con seguridad, es que cada una de ellas ha tenido una eficacia… ¡suficiente!, para que la estirpe sapiens siga sobre la tierra y su civilización haya venido avanzando, aún de forma irregular y con no pocos retrocesos. Parecería poco si no fuera porque, al comparar la vida de nuestro Antecesor en Atapuerca y la nuestra actual en Madrid, la diferencia a nuestro favor no se nos antojara descomunal.
Conclusión que, finalmente, debe alcanzar a cuanto nos trae hasta aquí: que plantear una y otra vez la eficacia de los Códigos deontológicos con renovada posición negacionista, no parece que pueda ser interpretado a estas alturas de la civilización humana y de cuanto queda dicho, sino como parte de una misma y única corriente que tiene como meta la desregulación de la ética disciplinada. Batalla del momento, en la que vuelven a debatirse las profesiones con la decidida intención de muchos, de minimizar al máximo su vigencia. Eso sí, no sin dejar de afirmar todo el rato que la ética resulta absolutamente imprescindible en las profesiones.
Hasta el punto de que su última conquista conceptual avanza en la búsqueda de una doble moral: Si hasta ahora las profesiones venían reguladas por un Código Deontológico sujeto a disciplina, llamado ético como sinónimo, ahora resultaría que las profesiones deberían de tener, por un lado, un Código Ético en extenso, lleno en plenitud de virtudes pero que, sin embargo, no vendría sujeto a disciplina (?). Y, a su vez y de otro lado, un Código Deontólógico, sujeto este sí a disciplina, pero mucho más reducido que aquél y que recogería sólo aquellas normas éticas en su mínimo exigible. Vamos, algo así como la postvirtud.
Es verdad, sin embargo, que la batalla por la eficacia técnica de los Códigos Deontológicos debe darse, pero su objetivo en la modernidad y en la decencia no puede venir dado por forma alguna de pretensión desreguladora, sino por la mejora y el avance técnico de su exigencia disciplinada, toda vez que sin disciplina no existe compromiso. Siendo necesario empezar a plantearse que todo Código ético no disciplinado que se promulgue, sea tratado en los mercados como mera publicidad (¿engañosa?). Mejora que debería complementarse con los siguientes avances:
a) En la tipicidad y en la sistemática de los Códigos
b) En su Régimen Disciplinario, especialmente en lo que hace a la ejecución de las sanciones.
c) En la competencia disciplinaria, objetiva y funcional, para hacerla más independiente en el seno del Regulador General, separando instrucción y resolución.
d) En la transparencia, con publicación de las resoluciones y sus doctrinas y en la legitimación activa del denunciante ético para impetrar la revisión jurisdiccional de los archivos de sus quejas. e) En la enervación del eterno bucle de recursos contra las sanciones y su ejecución.
f) En el control del sistema disciplinario por los consumidores y usuarios.
Si ahora son suficientemente eficaces para extender y promover los comportamientos éticos o de valor, ¡que no sería si lográramos tales avances!
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Notas.-
[1] Para ampliar conocimientos al respecto léase “Totem y tabú” (1913) de Sigmund Freud (1856-1939).
[2] La costumbre, aún hoy fuente del derecho, ex art. 1.1y3 C.c.
[3] Ley de las Doce Tablas, s. V a.C.).
[4] La Ley pasa de ser una verdad revelada por los dioses a, como dice Gayo (120?-178? d.C.), “aquello que constituía el pueblo romano, debidamente interpelado”. (“Lex est quod populus Romanus, senatorio magistratu interrogante, veluti Consule, constituebat”).