Ética Juridica y profesional

 

30 de mayo, 2008, Rafael del Rosal

Publicidad y competencia desleal

Este artículo apareció publicado en el número 30, 3ª época, octubre 2001de la Revista OTROSÍ que edita y publica el Colegio de Abogados de Madrid. Posteriormente fue incluido en el capítulo XVIII del libro Normas Deontológicas de la Abogacía Española, bajo el mismo título. En su apartado “2” El bien jurídico protegido, ofrece un análisis de la doble naturaleza del abogado, fundamental para entender en profundidad la ética jurídica y las instituciones jurídicas de la abogacía.

Prohíbe el Código Deontológico a los abogados aquellas prácticas que de un modo u otro sean tendentes a captar clientes o encargos, con olvido o preterición de la dignidad de su función.

Así se desprende de los artículos 7, 8,15.3.º y 19 del Código en vigor y que podríamos denominar de prohibición directa. Pero también se desprende la misma prohibición o va implícita en ellos de forma indirecta o derivada, de cuantos artículos protegen el principio de integridad o lealtad bien en relación con los compañeros de profesión, bien en relación con el cliente, bien en relación con la propia función de la defensa o lo que hasta ahora se ha venido denominando «dignidad» de la profesión. Pues la infracción de buena parte de dichos preceptos contiene implícito un dolo o intencionalidad indirecto, diferido o difuso de captación de clientes o encargos, bien por denigración del defensor adverso, bien por ostentación propia, bien por desprecio al interés defendido o a la ley.

Piénsese a modo de ejemplo en la aceptación de un encargo para litigar contra quien ha sido o es nuestro cliente, o que repugne a nuestra conciencia, o que implique la colaboración en actos delictivos o la comisión directa de éstos; o se acepta a sabiendas de la improcedencia o inviabilidad de lo pretendido, o con engaño al cliente, etc.

El bien jurídico protegido
Lo más importante a tener en cuenta en relación con los tipos deontológicos que protegen la leal competencia en el ejercicio de la abogacía es que, pese a lo que parece desprenderse de su denominación y a diferencia de los que la protegen en la ley común con carácter general para el ejercicio de cualquier actividad económica, el bien jurídico protegido no es el mercado sino la dignidad de la función de la defensa.

Tal es la cuestión nuclear para comprender, interpretar, cumplir y exigir el imperativo deontológico estudiado y la confusión reinante en torno a ella, sin duda en base a su denominación, el origen de algunos problemas y disfunciones que conviene solventar, como la delimitación de la frontera que separa las normas comunes de defensa de la competencia y las normas deontológicas que dicen perseguir la misma finalidad. O la batalla institucional que libra el Tribunal de Defensa de la Competencia con las profesiones colegiadas en general y con la abogacía en particular, que merece tratamiento separado.

Para delimitar dicha frontera debe repararse en primer lugar en que un abogado es dos cosas distintas al mismo tiempo: de un lado es un empresario o titular de una empresa cuyo objeto es la prestación de servicios de asesoramiento jurídico y de otro lado es una institución pública denominada abogado-defensor, sede de la función de la defensa, de arraigo constitucional por la vía de los artículos 24 y CE y 236 LOPJ. Ambas cualidades, naturalezas o funciones son distintas por su origen, por su esencia, y por su objeto y finalidad. Pues si la primera es de derecho privado, se encuadra en la libertad e iniciativa individual de empresa y persigue el lucro y la supervivencia personal, la segunda o abogado-defensor es de derecho público, se encuadra en el derecho fundamental de defensa y persigue el interés colectivo o la supervivencia de la sociedad organizada en un Estado de Derecho.

Como empresario no es sino un agente económico más que participa en el proceso social de producción prestando servicios y como tal estará sujeto a la legislación común que regula las actividades mercantiles, siéndole de aplicación en el ejercicio de su función de empresario cuantas disposiciones y normas jurídicas la regulan, entre ellas las normas comunes sobre competencia desleal y publicidad cuya finalidad no es sino regular el mercado, procurando que éste cumpla la función nuclear que tiene asignada en el modelo económico capitalista, protegiendo la concurrencia con el fin de que los consumidores accedan a la adquisición de bienes y servicios en las mejores condiciones de precio y calidad

Sin embargo al abogado-institución, sede de la función de la defensa, no le interesan en modo alguno las normas comunes sobre publicidad y leal competencia antes referidas, cuyo contenido exclusivamente económico sólo le alcanza como empresario. El abogado-institución nace y vive fuera del mercado porque su función no es económica ya que como agente institucional está llamado a solventar un trance jurídico-político (constitucional), dando cobertura profesional al derecho fundamental de defensa y como tal está sujeto a la legislación especial que regula las actividades profesionales, siéndole de aplicación en el ejercicio de su función de órgano institucional cuantas disposiciones y normas jurídicas la regulan, entre ellas y muy especialmente las normas deontológicas en general y las normas deontológicas sobre competencia desleal y publicidad en especial. Normas cuya finalidad no es en absoluto económica ni van destinadas ni sirven para regular el mercado, sino para generar la consecución de un plus, excedente o añadido ético, sin precio, que pueda enjugar el privilegiado estatuto que la ley le otorga para cumplir tal función.

Pero al mismo tiempo la función que desempeña el abogado, como él mismo, también tiene un doble carácter o naturaleza. De un lado la defensa jurídica es un servicio o mercadería susceptible de ser contratado en el mercado bajo las normas jurídicas y económicas que lo regulan. Pero al propio tiempo y de otro lado es un derecho fundamental inalienable del ciudadano con garantía pública reforzada, al haber recibido alojo y residencia en el corazón del Capítulo Segundo del Título I de la CE (art. 24.2) junto con los derechos singulares y exclusivos que tienen amparo jurisdiccional y especial directo e inmediato. Que por tal motivo se constituye en bien de interés público que ni se compra ni se vende por encontrarse entre aquellos bienes que, en la terminología del artículo 1.271 del Cc., están «fuera del comercio de los hombres».

Dicha separación conceptual de la doble naturaleza del abogado y de los servicios que presta, posible y necesaria para determinar sus ámbitos y normativas aplicables, sin embargo, resulta imposible en la práctica al estar encarnadas y ser prestados por la misma persona, lo que va a provocar una cadena de disfunciones en el mercado de dicho servicio de tal magnitud que lo llevará a una crisis o quiebra de la confianza difusa en los destinatarios del mismo que se hará nuclear cuando el abogado empresario reciba las prerrogativas de libertad e independencia y se convierta en abogado institución. Quiebra de la confianza que, siendo ésta un elemento genético constitutivo situado en la misma causa del contrato de prestación de servicios jurídicos, será la razón última del nacimiento y aceptación por el abogado de un Código de conducta llamado a suturar tan radical quiebra al generar sobre el abogado un excedente ético sin valor de cambio o extraeconómico, generador de un antídoto tan difuso pero a la vez tan consistente como la desconfianza que está llamado a enjugar: la dignidad de la función de la defensa. La cual garantizará que el abogado, ya institución, ante cualquier situación de conflicto en la que se ventilen su probidad, lealtad, diligencia o sigilo frente a su legítimo interés económico, actúe como si los servicios que presta sólo tuvieran el carácter de derecho fundamental sin vestigio alguno de su naturaleza de mercancía y carecieran de valor de cambio.

Doble sujeción y reenvío
La consecuencia de cuanto queda dicho es que el abogado venga sometido en cuanto a competencia desleal se refiere a un doble ordenamiento. Como empresario lo hará a las normas comunes y generales sobre competencia y publicidad (Ley de Defensa de la Competencia de 17 de julio de 1989 -modificada por la Ley 52/1999-; y Ley 34/1988, General de publicidad). Y como institución, o abogado-defensor, lo hará a las normas deontológicas en general y a las que atañen a competencia y publicidad en especial, siendo competente para revisar sus conductas como empresario o agente económico el TDC, y como abogado institución el Colegio de Abogados al que pertenezca.

Sin embargo entre ambos territorios se producen dos encuentros o zonas secantes. El primero, al igual que ocurre con las condenas en el ámbito penal por delito doloso o a pena grave, que quede sancionada deontológicamente la infracción de las normas comunes sobre competencia declarada por resolución firme dictada por el Tribunal de Defensa de la Competencia; infracción deontológica que tiene hoy acomodo y recoge ex novo el artículo 84.e) del Estatuto General de la Abogacía y que necesariamente presupone la doble sujeción antes referida y sus fundamentos.

Y el segundo y sin duda inducido por la prolongada presión -por no decir persecución- a la que tiene sometidos a los profesionales en general y a la abogacía en particular el TDC al respecto, que el nuevo Código Deontológico recoja también en su artículo 8 como tipo deontológico base o general en materia de competencia desleal y publicidad, las mismas acciones que vienen consideradas como infracciones en las leyes comunes y generales en la materia.

Tal reenvío forzado, ni tiene sentido ni resulta coherente con lo expuesto más arriba por cuanto, como queda dicho, los abogados ya vienen sometidos a dichas normas comunes y generales como empresarios o agentes económicos y ya vienen sujetos a infracción deontológica si son sancionados por el quebranto de dichas normas por el artículo 84.e) del EGA. Pero especialmente por cuanto son normas ajenas a la deontología, que persiguen fines completamente ajenos al bien jurídico protegido por las normas deontológicas, y que son así sacralizadas con fines éticos cuando su finalidad general y común resulta estrictamente económica.

Infracciones típicas. De la publicidad
De siempre, las infracciones típicas clásicas contra la leal competencia en la abogacía se centraban en dos ámbitos: en el de la publicidad y en el de la captación de clientes mediante la intervención o el concurso de tercero, con o sin retribución. Así se recogían en el artículo 6.12 del antiguo Código Deontológico hoy desaparecido y sustituido, por separado, por los artículos 7 y 19 del nuevo, dejando una resonancia de la prohibición del artículo 19 en el último párrafo del artículo 15 dedicado a los honorarios, con la prohibición de compartirlos con terceros ajenos a la profesión.

En lo que a publicidad se refiere, el cambio más importante y trascendente que se observa en el artículo 7 del nuevo Código Deontológico y concordantes, se refiere a la liberalización de las decisiones publicitarias del abogado, eliminando todo tipo de autorización previa de la Junta de Gobierno de los Colegios para redactar o comunicar la publicidad deseada. Y de otro lado, que se establece con toda claridad un solo límite a los sistemas, soportes y contenidos publicitarios: la dignidad de la función de la defensa. Si bien y en cuanto a contenidos se refiere, con un nuevo reenvío a la Ley general de Publicidad y a la Ley sobre Competencia Desleal antes citadas.

La gravedad de las infracciones contra la dignidad en la publicidad, vienen siendo determinadas por la Junta de Gobierno de acuerdo con el principio de proporcionalidad y con las circunstancias concurrentes y su casuística es muy variada, debiendo citarse a modo de ejemplo las siguientes: reparto de hojas con publicidad de especialidad en recursos contra multas asegurando resultados de éxito superiores al 50%; cartas ofreciendo determinados servicios de persecución de morosos a empresas a las que se les reclamaba a un tiempo créditos inventados e inexistentes para provocar su interés; cartas ofreciendo servicios a empresas con asesoría jurídica propia, en detrimento de los profesionales internos o de sus puestos de trabajo; folletos de grandes superficies mezclando la publicidad y precio de bienes o productos de consumo junto con servicios de asesoramiento jurídico, etc.

Cabe igualmente señalar que en todos los supuestos en los que interviene en la publicidad indigna una sociedad interpuesta la Junta de Gobierno considera que la empresa anunciadora ha actuado por cuenta de los abogados en cuyo provecho redundaba la publicidad en cuestión, bien sea de forma expresa, bien tácita, en virtud del principio espiritualista que rige los contratos en nuestro derecho civil común (arts. 1.254 y 1.258 Cc.).

Captación de clientes por terceros
Son los «ganchos» en el argot al uso y la captación se produce en lugares de concurrencia masiva de afectados por un trance judicial o parajudicial perentorio: comisarías, Juzgado de guardia, prisiones, hospitales, u otros). La acción típica también ha sufrido un cambio hacia su depuración, al desplazar el dolo de la acción de concertar la captación a la acción de pagar al tercero a cambio de la captación del encargo o cliente, como acción corruptora que necesariamente implica el acuerdo tácito anterior o coetáneo entre ambos. Y desaparecer necesariamente la inclusión expresa de la gratuidad en la acción del tipo, ya que ésta es pagar, descontando que toda captación se presume tácitamente remunerada.

La Junta de Gobierno ha venido considerando grave la infracción en todo caso y circunstancia, salvo supuestos muy graves, imponiendo sanciones que oscilan entre uno y tres meses, o más, de suspensión en el ejercicio de la profesión según las circunstancias en presencia, pues muestra crudamente la indignidad en círculos ajenos a la relación abogado-cliente colocando en evidencia incuestionable al abogado institución y a la función de la defensa.

La infracción, recurrente por épocas y lugares, no es fácil de detectar y acreditar, pero llega a ser denunciada y sancionada con la periodicidad y claridad suficientes como para que el umbral de colusión en este campo se mantenga en niveles más que tolerables, en una ciudad con 28.000 abogados ejercientes y 800.000 expedientes judiciales al año, que ostenta la capitalidad del Estado y la más alta concentración de habitantes, servicios y órganos judiciales del país.

Competencia desleal dentro del mismo despacho
Resulta frecuente que dentro de los despachos se produzcan descontentos, disensiones e incluso defecciones o rupturas entre abogados asociados o dependientes, con causa en el reparto de beneficios, sueldos o aprovechamientos, en cuya dinámica y resolución aparecen conductas desleales tendentes a acaparar o asegurar la llevanza de asuntos o la confianza de clientes comunes, propios, o ajenos, para garantizar el futuro profesional tras la ruptura o independencia que se avecinan o preparan. Y también es frecuente que los compañeros implicados acudan unos contra otros a la vía disciplinaria deontológica, para que la deslealtad de la que se entienden objeto sea debidamente castigada por la Junta de Gobierno como forma de competencia indigna y prohibida.

La doctrina de la Junta de Gobierno al respecto ha sido constante e invariable en el último decenio considerando que si bien es cierto que determinados comportamientos de los señalados son sin duda desleales, no lo son en el sentido deontológico y no son por ello acreedores de reproche disciplinario. Porque no todas las conductas desleales constituyen infracciones deontológicas de competencia desleal o contra la integridad profesional, sino sólo aquellas que comprometan de forma directa y nuclear la función de la defensa.

Dicha doctrina, extraordinariamente acertada y moderna no es sino la aplicación concreta de la distinción entre el abogado empresario y el abogado institución, más arriba estudiada. De modo que la deslealtad referida lo será desde el punto de vista personal o laboral, pero no trascenderá al universo deontológico, pues:

a) Su objeto se circunscribe a la vida interna de un mismo sujeto empresarial o unidad económica y no a la concurrencia de dos sujetos distintos y no lo trasciende invadiendo la relación abogado-cliente o la relación entre abogados-defensores en el ejercicio de su función, salvo que sean la causa de infracciones deontológicas distintas contra el cliente u otro compañero en tal ejercicio, en cuyo caso se estará ante la infracción independiente de que se trate (indefensión, falta de diligencia, venia, etc.), pero no ante la denominada «competencia desleal» que aquí se estudia.
b) El sujeto empresarial de la abogacía sólo pertenece a la vida privada y particular de los colegiados en él integrados y resulta ajeno al Colegio institución cuyo objeto no es económico sino jurídico-político, siendo indebida la intervención de éste por cuanto necesariamente lo pondrá en la indeseable tesitura de actuar en beneficio empresarial de unos de sus miembros y en detrimento de otros y, en cualquier caso, en detrimento del derecho de los clientes a elegir libremente a su asesor o defensor.

La concepción contraria incurre sin duda en esa forma de corporativismo que denominamos «totalitario». Desviación del principio de colegialidad que consiste en defender y esperar que la Corporación profesional controle e intervenga, nada menos que por vía disciplinaria, en todos los aspectos de la vida del abogado, incluso los que atañen a su vida privada o personal como empresario o agente económico, sin que el abogado mantenga ningún resquicio de su vida al margen de la vida corporativa. Olvidando que la protección de los derechos civiles individuales de los abogados-empresarios dentro de la unidad económica que es un despacho debe defenderse y protegerse con los mecanismos contractuales y de garantía que arbitra la ley civil común.