16 de octubre, 2021, Rafael del Rosal
El nuevo Código Deontológico de la Abogacía. (XXIV) Art. 12 (2)
Artículo publicado por el autor en el nº 49, octubre de 2021, de la revista Iuris&Lex que edita el diario «El Economista», en el que ofrece la vigésimocuarta entrega de sus «Comentarios críticos al nuevo Código Deontológico de la Abogacía», dedicados a una segunda panorámica general sobre su artículo 12.
Dedicado el comentario de septiembre (XXIII) al primer problema estructural del art. 12 del nuevo Código Deontológico, dedico éste al segundo, centrado en la ausencia absoluta en sus disposiciones de la “empresa de la defensa” o despacho.
Toda persona dedicada al ejercicio de la abogacía se convirtió en empresario o empresaria, desde el mismo instante en el que el emperador Claudio liberalizó el cobro de honorarios en el año 47 de nuestra Era, derogando la Ley Cincia que lo prohibía desde el año 204 a.C. Cambio de paradigma que marcó el salto del mandato gratuito al mandato oneroso para la defensa jurídica, abriendo las puertas a la abogacía económica o empresarial y a su ingreso en el nuevo mercado de los servicios jurídicos.
Tan descomunal cataclismo juridico partió el alma del abogado en dos: la de la institución jurídica que encarnaba como sede de la función de la defensa que debía ejercer con independencia y desinterés y la del empresario, sujeto al principio de rentabilidad o del máximo beneficio en el menor tiempo posible. Esa contradicción en los términos dentro de la misma persona y los desmanes que originó de inmediato, según nos cuentan Juvenal o Marcial, fueron los causantes de la regulación ética de la abogacía.
Primero por el poder público y después por sus instituciones colegiales de autorregulación, el ejercicio de la abogacía y su competencia en el mercado de los servicios jurídicos (aunque esta nomenclatura no naciera hasta el siglo XX), fueron regulados por unas normas destinadas a evitar abusos, que heredaron del mundo ancestral y luego del religioso sus raíces sacramentales y morales y que hoy son laicas y se denominan Normas Deontológicas. Que convivieran en la misma persona esas dos naturalezas hizo que esas normas fueran únicas para ambos.
Hasta que dos mil años después ese paradigma volviera a saltar por los aires con el nuevo cataclismo jurídico que provocara la entrada en vigor de la Ley de Sociedades Profesionales, que finalmente permitiera a los abogados que la titularidad de sus despachos pudiera ostentarla una sociedad de capital, derogando su prohibición.
Cambio de paradigma que sanciona el salto del empresario individual al empresario colectivo de la defensa. De suerte que, si la derogación de la Ley Cincia dividió el alma del abogado en dos partes, la nueva ley las viene a separar, disociando de un lado, al abogado como sede de la función de la defensa y, de otro, a los despachos societarios titulares de la propiedad de la empresa profesional de la defensa y de su economía. Disociación que caracteriza a la moderna abogacía.
Lo que impone que la normas que regulen tal ejercicio disociado ya no puedan ser las mismas que rigieron los destinos del abogado-empresario durante los últimos dos mil años y hasta el Código Deontológico de 2002. Y que modernizar éste ya no pueda hacerlo el de 2019 que comentamos, sujeto a su mismo y antiguo paradigma, anterior al cataclismo provocado por la disociación provocada por la LSP.
De modo que el nuevo y moderno Código Deontológico, tenía que ser uno que, además de presentarse ya como lo que es, una verdadera ley de la leal Competencia en el Mercado de los Servicios Jurídicos, recibiera en su texto normativo al nuevo Empresario Colectivo (societario), trenzando su responsabilidad ética con la del abogado en su sistemática, en cada norma que lo reclamara y, finalmente, en una norma dedicada a sus propias exigencias éticas, aparte de las del llamado “Cumplimiento Normativo” o compliance.
De tal suerte que, en lo que se refiere al art. 12 que hoy nos ocupa y a modo de ejemplo, el apartado A.2 queda anticuado pues en los despachos societarios el encargo para la defensa lo hace el despacho y ese supuesto no está previsto en él. Lo que ocurre con el A.3 pues siendo el cliente del despacho y no de ninguno de sus profesionales, esa comprobación debe hacerla él y nadie más. Lo que se traslada al A.4 y al tratamiento de la independencia profesional en los despachos. Etc.
Por no hablar de la capacidad de retener documentos que conserva en sus archivos y afecta al apartado A.10 o a cuantos apartados afectan a la relación clientelar y a la aceptación o renuncia a la defensa. Lo que implicaría necesariamente la creación de la figura del “Director de la Defensa”, con capacidad empresarial delegada para dar cumplimiento desde su independencia al conjunto del Código Deontológico.
Problemas y asuntos todos que el art. 12 que nos ocupa ignora por completo y que el art. 22 de cierre del propio Código, con un descaro que sonroja a propios y extraños, expulsa expresamente de sus confines, como si todavía fueran los abogados los propietarios de la empresa de la defensa o como si tuvieran la capacidad de esconder su responsabilidad en una persona jurídica que controla su actividad y debe asumirla en no pocos supuestos.
El cuadro es de risa si no fuera dramático y coloca a la nueva abogacía y a sus instituciones en tan ridícula posición que sólo y pronto será superada, cuando quede al descubierto que la legislación de protección de los consumidores y usuarios es más exigente que eso que hoy llamamos Código Deontológico y vendemos con tan falso orgullo como Don Quijote el “bálsamo de Fierabrás”.
Ojalá nuestra osadía no sufra la misma penitencia que Sancho en su salud tras el atracón de tan falso brebaje y quede sólo en vergüenza pública para su más rápida enmienda.