Ética Juridica y profesional

 

10 de abril, 2016, Rafael del Rosal

Hacia una Ley Orgánica de desarrollo del Derecho fundamental de Defensa jurídica

Artículo publicado por el autor en el nº10, 2016, 6ª época de la revista  OTROSÍ, que edita el Colegio de Abogados de Madrid, en el que propone razonadamente los contenidos necesarios de una posible Ley Orgánica de desarrollo del Derecho Fundamental de Defensa jurídica que, tras reivindicar durante más de ocho años, existen señales inequívocas suficientes de que su promulgación pudiera hacerse pronto realidad.

Tras casi cuarenta años desde la proclamación de nuestra Constitución vigente, tras ocho años reclamando la promulgación de una Ley Orgánica de desarrollo del Derecho Fundamental de Defensa, tras hacer lo propio poco a poco juristas y tratadistas de prestigio y tras adoptarla la abogacía institucional con el propio Presidente del Consejo General de la Abogacía Española hasta hace unas semanas, Carlos Carnicer, a la cabeza, el Partido Popular en el gobierno interino, siendo Ministro de Justicia Rafael Catalá, ha hecho suyo el empeño hasta llevarlo en su programa electoral, abriendo la puerta a la primera oportunidad en la Historia de conseguirla.

La consecución de una ley como esa nos coloca ante uno de esos momentos que nadie dudaría en llamar históricos, por la extraordinaria significación de su longeva carencia. Hasta el punto de que resultaba absolutamente inconcebible que a nadie extrañara ésta, especialmente a la abogacía, teniendo en cuenta muy especialmente que han transcurrido ya casi cuarenta años desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 (CE) y de que, de entre todos los derechos fundamentales, fuera aún el único sin desarrollo legislativo.

Una buena codificación del derecho de defensa: del derecho a la función de la defensa
Lo primero que resulta determinante para decidir los contenidos a los que debe extenderse una Ley Orgánica de Desarrollo del Derecho Fundamental de Defensa es situar ese derecho en su marco normativo constitucional, junto con el conjunto de derechos en racimo entre los que se encuentra integrado en el art. 24 de la CE. Porque sólo así tendrá sentido el conjunto en su ratio legis, sólo así dispondrá el legislador de los elementos normativos necesarios de tan fundamental derecho y sólo así tendrán los jueces y tribunales todos los elementos necesarios para su cabal aplicación, exigencia y respeto.

Desde ese encuadre parece evidente que el primer título de la Ley referida, habrá de venir dedicado al artículo 24 CE en su conjunto, con el derecho a la tutela judicial en su centro y que su articulación deberá convertir en letra de la ley la mejor y más favorable jurisprudencia de nuestros Altos Tribunales en relación con tales derechos e, incluso, su mejora en los aspectos en los que sea más dubitativa, oscura o reticente.

Con ese arranque y situados ya en un marco codificador general bien dibujado y concebido, parecerá claro que el título segundo siguiente de la propia ley deberá tener por centro ya, el propio y buscado de desarrollo Derecho de Defensa. Momento para dibujar el derecho de defensa como derecho sustantivo del justiciable, sus elementos, contenido y límites, sin confundirlo con uno de éstos que es su derecho a ser defendido y asistido por abogado para ejercerlo, que igualmente quedará en él integrado pero sin que éste sea aún el sujeto normativo. Para lo que de nuevo deberá venir en nuestra ayuda, en orden a sentar las bases normativas que buscamos, la propia jurisprudencia ordinaria y constitucional.

Abogado defensor que, como función de la defensa, deberá hacer su mise-en-escène y ahora sí, en el tercer título de la ley, para afrontar el desarrollo normativo de la parte del derecho sustantivo del justiciable a la defensa dedicada a su derecho a la asistencia y defensa de letrado. Momento en el que deberá tenerse muy presente, de un lado, que la función de la defensa es una función profesional pública y regulada, que la sede de dicha función es el abogado y que la regulación actual del ejercicio por éste de dicha función encuentra su hogar en el EGA, bien que por una norma con rango de Real Decreto[1]. Y de otro, que en su fórmula básica ya viene regulada en una norma con rango de Ley Orgánica (artículo 542 LOPJ) y, por tanto, acogida en un hogar distinto del propio, pues si pudiera considerarse la LOPJ la casa de los jueces, es claro la Ley Orgánica del Derecho de Defensa vendrá a ser y será la casa genuina de los abogados, en tanto que sólo en ella podrá venir regulada con propiedad la función de la defensa y las piezas más elementales de su estatuto o universo institucional que designamos con el nombre de EGA.

Todo lo cual nos acabará conduciendo a la comprensión de cuáles son las razones que hacen verdaderamente necesario regular la Función de la Defensa y su Estatuto –el EGA en lo menester- por una norma con rango de ley, que esa ley sea “esta ley” y que, al tratarse de una materia inescindible del derecho fundamental de defensa dentro del de tutela judicial efectiva, lo obligado es que al tratarse ya por ello de una Ley Orgánica (art. 81.1 CE), mantenga también dicho carácter en este título dedicado a la Función de la Defensa. Necesidad que siempre he considerado encuentra su fundamento en tres tipos de razones: razones de tipo estructural o sistemático, razones de tipo jurídico o de garantías y razones de tipo político o de equilibrio institucional.

Razones de tipo estructural o sistemático
Las razones de tipo estructural o sistemático que imponen la necesidad de una regulación del estatuto de la función de la defensa por norma con rango de ley vinieron dadas, no por haber apreciado su inserción en el derecho fundamental de defensa (de ahí que su reivindicación no naciera con el carácter de orgánica), sino por la promulgación de la Ley de Sociedades Profesionales (LSP) en los primeros días del año 2007. Porque esa ley por vez primera en la historia separa del abogado la titularidad de la empresa de la defensa (el despacho) para entregársela a una persona jurídica o sujeto colectivo, que queda así regulado por una norma con rango de ley, mientras que mantiene al abogado como titular de la función de la defensa, cuyo estatuto queda regulado por el EGA en una norma con rango de Real Decreto.

Discriminación de respaldo normativo en perjuicio de la función de la defensa que si ponía en evidencia el hecho de que ésta fuera institución de naturaleza pública mientras que la naturaleza jurídica de la empresa de la defensa lo era privada, acabó de hacer transparente la entrada en vigor junto a la LSP de un Real Decreto que venía a regular la relación laboral de carácter especial entre los despachos y sus abogados (1331/2006, de 17 de noviembre, en vigor desde e1 día siguiente, 18), que colocaba a éstos en una situación de dependencia laboral de las nuevas sociedades profesionales de la abogacía, para prestar un trabajo, la propia función de la defensa, para el que se le exigiría disciplinariamente mantener su independencia.

Siendo ésta la circunstancia que impuso verdaderamente que pudiéramos apreciar con toda claridad que era necesario enjugar de inmediato la desigualdad de rango normativo generada, en aras de fortalecer la independencia y primacía de la función de la defensa respecto de la empresa de la defensa, lo que sólo parecía posible si el estatuto de la función de la defensa (EGA) venía respaldado por una norma con el mismo rango que tenía la nueva norma que regulaba la empresa societaria de la defensa (LSP). Es decir, una norma con rango de ley.

Momento en el que, al fin, comprendimos que esta ley estatutaria de la función de la defensa estaría llamada a ser orgánica, toda vez que el objeto de la prestación laboral del abogado, no era otra cosa que un derecho fundamental del justiciable. Y, también entonces y sólo entonces reparamos en que no teníamos aún esa ley orgánica, porque el derecho de Defensa, es decir, el derecho a la tutela judicial efectiva y el racimo de derechos que cuelga de él, como el de defensa, era el único derecho fundamental que aún carecía de desarrollo legislativo.

Razones de tipo estructural que, por tanto, determinan dos contenidos fundamentales de nuestro tercer título de la ley orgánica que nos ocupa: De un lado su propia articulación. Y de otro, que si bien se trata de otorgar respaldo por norma con rango de ley a la función de la defensa, equilibrando su relación con la empresa de la defensa, es claro que en el mismo tampoco puede faltar ésta, en tanto que forma parte de dicha función, de la que viene a constituir su gestión. De tal forma que se deben llevar a la ley su naturaleza, función, formas y modos, así como su responsabilidad deontológica, cuestión ésta última cuyas razones de inclusión en la ley aquí defendida, vienen completadas con las razones de tipo jurídico a las que nos referimos a continuación.

Razones de tipo jurídico o de garantías
Se concentran las razones de tipo jurídico en nuestra constitución y en el principio de legalidad punitiva (penal o sancionadora) que recoge sin ambages su artículo 25. Principio de legalidad en su doble vertiente del principio de tipicidad y, sobre todo, del principio de reserva de ley. Principio éste que en modo alguno cumplen nuestras normas éticas, cuyo texto articulado viene recogido en un Código Deontológico aprobado por el Consejo General de la Abogacía Española y cuyo rango legislativo no supera el de mero reglamento, al venir otorgado bajo competencias normativas delegadas a dicho órgano por la Ley de Colegios Profesionales. Principio que tampoco supera el régimen disciplinario de su infracción recogido en el EGA (artículos 80 y siguientes), en tanto que en este caso se trata de una norma que sólo alcanza el rango normativo de Real Decreto.

Es verdad que tanto el Tribunal Supremo de Justicia como el Tribunal Constitucional vinieron muy pronto, tras ser proclamada nuestra Constitución de 1978, en ayuda de nuestros Colegios y su competencia disciplinaria y, desde luego, en ayuda de todo el sistema regulador de las profesiones, determinando sistemáticamente frente a todos los recursos que vinieron presentando masivamente los profesionales contra las sanciones que les venían siendo impuestas por sus Colegios, que el principio de legalidad había que entenderlo “minorado” o atenuado en el derecho disciplinario administrativo y, en todo caso, en el derecho disciplinario profesional.

Conclusión que alcanzaban de forma absolutamente sorprendente en tanto que, de un lado, no parecía que las razones que la sustentaban pudieran considerarse argumentos con más calado sustantivo que el mero arbitrio, es decir, la exclusiva voluntad del juzgador, ya que las mismas se concentraban en lo sustancial en que la delegación de facultades que hacía en esas disposiciones y sus órganos legislativos la Ley de Colegios Profesionales, era suficiente cobertura del principio de legalidad para considerarlo respetado o cumplido. Pero, de otro y fundamentalmente, porque el artículo 25 CE no distingue al respecto, siendo ya proverbial en la aplicación de las leyes el principio recogido en el viejo brocárdico de que “donde la ley no distingue, no debemos distinguir”.

El caso es, que también es cierto que, de no haber decidido nuestros Altos Tribunales ya señalados tomar ese derrotero doctrinal se habría derrumbado en un solo día, el sistema institucional de todas las profesiones españolas. Pero no lo es menos que nuestra Constitución y las primeras sentencias generando la doctrina señalada, son de hace ya casi cuarenta años, un tiempo más que suficiente para que el mundo profesional y, en todo caso los poderes públicos, le pongan fin para que el régimen de garantías que contiene el art. 25 CE referido alcance su plenitud y vigencia general.

Razones al fin de tipo jurídico que, a modo de compendio y conclusión aportan por su parte varias determinaciones fundamentales a los contenidos de nuestro tercer título de la ley orgánica que nos ocupa, el primero de los cuales no puede ser otro que llevar a su texto articulado las obligaciones deontológicas debidamente tipificadas, abandonando de una vez por todas y para siempre las técnicas de resumen o indexación y todas aquellas que vengan a limitar su inclusión a las más importantes o fundamentales.

Siendo el segundo de los contenidos que las razones de tipo jurídico imponen bajo el propio principio de reserva de ley, la incorporación a la ley orgánica que nos ocupa del Régimen Disciplinario del abogado o cuerpo normativo dedicado a las consecuencias que conllevan las infracciones deontológicas, de modo que queden respaldados por norma con rango de ley bajo el régimen de garantías que exige el art. 25 de la Constitución tanto los tipos deontológicos como las sanciones a imponer por su infracción como dicho precepto impone, así como su régimen de ejecución y el conjunto de sus pormenores, aún sin regular.

Y finalmente, deberá constituir el tercer “paquete” de contenidos de la propia y repetida ley de la Defensa que comentamos que vendrían a imponer las razones de tipo jurídico, aunque en este caso también por las de tipo estructural anteriormente considerado, la responsabilidad deontológica de la empresa de la defensa (Sociedades Profesionales), sus contenidos éticos y su régimen, con especial resalte del respeto a la independencia del abogado en el ejercicio de la defensa, que tanta trascendencia está llamada a tener en relación con el respeto general a las prerrogativas del abogado en el ejercicio de su función pero, muy especialmente, en relación con el combate de los abogados de empresa de toda la Unión Europea, en defensa de su prerrogativa de confidencialidad que el TJUE les niega

Razones de tipo político o de equilibrio institucional
Se trata en lo sustancial del lugar que ocupa la abogacía en el concierto institucional de la Administración de Justicia en la que concurre con otros dos institutos de relevancia constitucional como ella misma: el poder judicial y con el ministerio fiscal.

No hablamos por tanto de la relación profesional de jueces, abogados y fiscales en las actuaciones judiciales, sino de su relación política o de cómo se produce su concurrencia funcional en la Administración de Justicia teniendo presente el anclaje orgánico de cada uno de los institutos a los que pertenecen en el sistema jurídico que arbitra y organiza dicha Administración. En una palabra de cuál sea el equilibrio político o de la fuerza gravitacional entre cada una de las tres piezas sobre las que se levanta todo el sistema institucional de solución de conflictos.

Qué duda cabe de que, al fin y a la postre, buena parte de dicha fuerza gravitacional o respaldo político se sustenta en el grado de desarrollo institucional de cada uno de los tres instituto referidos, lo que acredita la lucha constante y permanente de la abogacía por la estabilidad y estructuración orgánica de su organización Colegial y el largo camino histórico recorrido para conseguirlo, especialmente la colegiación universal obligatoria, mecanismo central de su unidad orgánica voluntaria e independiente, pero también de sus Consejos Autonómicos y General como expresión de esa unidad funcional a los distintos niveles territoriales del Estado. Especialmente si se tiene en cuenta que no se trata de un poder del Estado como ocurre con el Poder Judicial y el Ministerio Fiscal, aún desde la independencia de éste último respecto de aquél.

Pero no podrá negarse que el verdadero centro de gravedad del equilibrio político pretendido radica en el rango del sustento jurídico de dichas instituciones y de la calidad y eficiencia de los mecanismos que levanten para la defensa de su independencia respectiva. Y por tanto, que el largo camino recorrido por la abogacía hacia el equilibrio político con el resto de eso que de forma tan eufemística se vienen denominando “operadores jurídicos”, para ocultar precisamente que no todos ellos tienen la misma posición de poder ni, por tanto, el mismo ángulo de visión sobre el interés general, sólo podrá culminarse consiguiendo la igualdad formal entre los tres institutos capitales de la Administración de Justicia: Es decir, con la igualdad del rango de las normas legales que articulen sus sistema jurídico regulador.

Desde esa perspectiva, es claro que si el Estatuto de la judicatura viene respaldado por una norma con rango de ley orgánica por tratarse de un Poder del Estado[3] y que el Estatuto del Ministerio fiscal lo viene por la anterior y, en su independencia dentro de aquél, por una norma propia con rango de ley[4], no parece posible pensar siquiera en la igualdad formal de los tres institutos constitucionales que integran la Administración de Justicia, sin que el Estatuto General de la Abogacía, es decir el de la Función de la Defensa, venga respaldada por una norma con rango de ley y que, insertada en el derecho fundamental de Defensa, tenga ésta el rango de ley orgánica que impone el art. 81.1 CE.

Pudiera discutirse si, a la vista del Estatuto del Ministerio Fiscal, toda la ley reguladora de la función de la defensa debe ser o no orgánica o, al menos, mixta para limitar el carácter orgánico a lo que ataña a los dos primeros títulos aquí propuestos, dedicados estricto sensu a los derechos recogidos en el art. 24 CE, debiendo pronunciarme aquí por el carácter orgánico integral, no sólo por resultar instituto inescindible del derecho fundamental de defensa, residir en el propio art. 24 el derecho a ser defendido por abogado y ser su vehículo fundamental en nuestro ordenamiento jurídico, sino por cuanto radicando éste en la defensa de la ciudadanía frente a los poderes del Estado y, sustancialmente en el pueblo titular de la soberanía popular, de la que emanan todos los poderes, debe otorgarse al estatuto de su derecho de defensa al menos el mismo respaldo que a aquél de los poderes, el judicial, ante el que vendrá llamado a ejercerlo en aras de su más elevada igual formal ante la ley.

Llegados al punto, se apreciará con claridad que de éste fundamento o grupo de razones políticas, nacerá la incorporación al texto de la Ley, en su propio título tercero que ya hemos dedicado al abogado y al genuino estatuto de la función de la defensa, de las prerrogativas del abogado en el ejercicio de dicha función, su contenido y sus límites y, por supuesto y desde luego, su Régimen de Amparo que, junto con las obligaciones deontológicas y su Régimen Disciplinario, que comparte causa con las razones de tipo jurídico, conforman el corazón normativo de eso que llamamos el “estatuto de la abogacía” o, más bien, de su función de la defensa.

Pero la evolución de la biología de las instituciones, ha hecho que deba entrar también en el texto de la propia ley orgánica de la defensa, también por razones de tipo político y de equilibrios institucionales, aunque ya a partir de un último título cuarto, la organización colegial de la abogacía en su naturaleza y en su extensión funcional y competencial. En este caso, forzada por los equilibrios político-institucionales necesarios con la regulación de la competencia en los mercados de los servicios jurídicos y con la voracidad competencial de los actuales órganos rectores en la materia con carácter ordinario o común (Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia) que, en su denodada lucha sin cuartel por el monopolio regulador, vienen desplegando un guerra constante, recurrente y despiadada contra las instituciones colegiales de las profesiones incluida, claro está, la abogacía.

Guerra a la que resulta imprescindible poner fin de manera definitiva, desde luego y para empezar en la abogacía, centro de operaciones del ejercicio por los ciudadanos de un derecho fundamental. De un lado trayendo de una vez por todas el carácter de los Colegios de Abogados como autoridad reguladora de la competencia en el mercado de los servicios jurídicos, naturaleza que les reconocen ya de plano tanto el art. 4.9 de la Directiva de Servicios (2006/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre, relativa a los servicios en el mercado interior), así como y el art. 3.12 de la llamada Ley Paraguas (Ley 17/2009, de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio) transposición del anterior a nuestro ordenamiento jurídico.

Y de otro lado, poniendo fin a un encuadramiento orgánico absolutamente arcaico para cortar de forma definitiva con el sometimiento de los Colegios de abogados al control del Poder Ejecutivo, por la vía de su dependencia del Ministerio de Justicia, para encuadrarlo orgánicamente con los demás órganos de su clase. Bien creando una nueva Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia propia y exclusiva de los Profesionales, como organismo autónomo regulador de las profesiones, integrado por todos los Consejos Generales de éstas. Bien Creando una Dirección General autónoma e independiente para la regulación de las profesiones y sus mercados dentro de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia hoy existente. Fórmula esta segunda por la que me pronuncio para acabar de una vez por todas con la agria disputa existente entre la citada Comisión y los Colegios Profesionales que sólo conduce a la melancolía.

Otras cuestiones importantes: La forma y el modo
Quedando para terminar, un último debate que perdura siempre al respecto en la abogacía institucional sobre los efectos de estas conclusiones en el régimen de autorregulación que rige en las profesiones en aras a su independencia y de las limitaciones que parece introducir en el mismo el hecho de trasladar la sede legislativa de las normas deontológicas y de buena parte del EGA nada menos que al mismísimo parlamento de la Nación, en sede de Ley Orgánica.

La cuestión, sin embargo, resulta absolutamente intrascendente en la práctica por cuanto la competencia legislativa del CGAE en relación con el EGA se limita ya en la actualidad al nivel de propuesta, lo que de todo punto podría mantener. Y por cuanto hace ya tiempo que el Régimen de Autorregulación de las profesiones se limita al ejercicio de la potestad disciplinaria y las demás competencias públicas no legislativas, sin que pueda alcanzar a la proclamación de normas jurídicas punitivas que vienen sometidas por la CE al principio de reserva de ley. Principio de autorregulación ya ampliamente estudiado por la doctrina científica al cual designa con la expresión más precisa jurídicamente de “Autorregulación Regulada”[5].

Como no parece conveniente la precipitación en la preparación de la Ley que aquí nos interesa, ni por el tiempo transcurrido sin ella, ni por su importancia, ni por su complejidad y enormemente necesario un amplio debate sobre cuanto aquí se plantea, parecería una magnífica idea llevar la Ley de Desarrollo del Derecho Fundamental de Defensa a un Congreso Nacional de la Abogacía, deliberativo, que haga de la Ley Orgánica de la Defensa, que será nuestro verdadero hogar normativo, el objeto de nuestro máximo interés, evitando que nadie pueda hacer la gracia con una de esas boutades facilonas, tan al uso como aquellas de: “La Ley de la Defensa Jurídica es demasiado importante como para dejar su redacción en manos de los abogados”.

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[1] Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que el aprueba el Estatuto General de la Abogacía.

[2] Sentencia 14/09/10 C550/07 Akzo-Akros/Comisión.

[3] Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (BOE de 2 de julio).

[4] Ley 50/1981, de 30 diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal.

[5] DARNACULLETA GARDELLA, Mercè. “Autorregulación y Derecho Público: La autorregulación regulada”. Marcial Pons, Madrid 2005.