Ética Juridica y profesional

 

14 de marzo, 2014, Rafael del Rosal

El nuevo Estatuto General de la Abogacía y la competencia disciplinaria

Artículo publicado por el autor en el nº 3, 2013, 6ª época de la revista «OTROSÍ» que edita el Colegio de Abogados de Madrid, en el que analiza el sentido y alcance de la reforma de la abogacía impulsada por el nuevo Estatuto General de la profesión y la Ley de Servicios y Colegios Profesionales, pendientes de aprobación, en lo que se refiere a la competencia disciplinaria en materia de ética profesional.

Si el nuevo Estatuto General de la Abogacía –en adelante EGA- cohonestado con el Anteproyecto de Ley de Servicios y Colegios Profesionales –LSCP-, plantea serias deficiencias, limitaciones y renuncias en cuanto concierne al poder de autorregulación de la profesión, no menos problemático se plantea el estado de cada una de las piezas que lo conforman en la reforma emprendida por las normas citadas a cuyo análisis se dedicarán sucesivos capítulos, para comenzar hoy por la competencia disciplinaria.

El principio de autorregulación
El tratamiento que las disposiciones legales objeto de análisis dedican a los órganos titulares de la competencia disciplinaria ética en sede colegial y en el trámite Alzada requiere que, antes de abordarlo, quede establecida con la suficiente precisión no sólo cuál sea su titularidad genuina de acuerdo con la naturaleza jurídica de la potestad ejercida sino también su evolución histórica.

Si se parte de que la competencia disciplinaria en materia deontológica y la competencia de Amparo que detentan los Colegios profesionales de acuerdo con sus fines y funciones esenciales, son las dos competencias públicas que determinan su naturaleza y por tanto justifican su existencia, resulta más que evidente que los órganos colegiales llamados a ejercerlas no pueden ser otros que sus órganos rectores. Es decir, sus Juntas de Gobierno.

Conclusión inevitable que impone el principio de autorregulación o postulado fundacional de la institución colegial por el que ésta se constituye en la expresión jurídica de la voluntad colegiada de toda la profesión integrada en ella para recibir del Estado por delegación dichas competencias y la potestad de ejercerlas por sí misma sobre todos sus miembros en su sustitución. Principio de autorregulación cuya efectividad o eficacia viene garantizada, de un lado, por el carácter orgánico de toda institución colectiva, cuya única vía para asumir las funciones que le son propias es depositándolas en un órgano representativo de la asamblea de partícipes y, de otro lado, por el carácter democrático de la elección de dicho órgano por sufragio libre, igual y directo de todos los integrantes de la asamblea de partícipes.

Carácter orgánico y democrático de la institución colegial, como sede y depositaria del poder de autorregulación de las profesiones que no en vano apuntala el art. 36 de la CE como única condición o requisito de los Colegios Profesionales indisponible por el legislador ordinario, cuando establece que “su estructura interna y su funcionamiento deberán ser democráticos”.

Principio de autorregulación, institucional, orgánico y democrático que siempre determinó que el ejercicio de la competencia disciplinaria viniera atribuido normativamente a la Junta de Gobierno de los Colegios, figurando así entre sus funciones. En el caso de la abogacía desde siempre y hoy en los artículos 53.l) y 88 del EGA vigente y 5.i) y 6.c) y e) de la Ley de Colegios Profesionales.

Concepción que, además de convertir a la Junta de Gobierno de los Colegios de Abogados en la genuina e inmediata administradora de la disciplina ética de la abogacía en primera instancia, impedía óntológicamente toda posibilidad distinta por jurídicamente absurda, pues la creación de la institución colegial se agotaba sustancialmente con la finalidad del ejercicio de dicha competencia (junto con la de Amparo) y su Junta de Gobierno agotaba la representación orgánica de la asamblea de colegiados para el ejercicio autorregulado de ambas por éstos, sus titulares genuinos.

Del principio de autorregulación al de unificación de doctrina
Cuestión distinta resulta ser la competencia para resolver la Alzada o “segunda instancia” de la administración disciplinaria colegial, pues si en la misma debe seguir imperando el principio de autorregulación por cuanto queda dicho, remitiendo la competencia para resolver el recurso de Alzada al órgano de gobierno del Consejo profesional que agrupara a los Colegios de ámbito no nacional, junto a dicho principio necesariamente debe no sólo jugar sino también prevalecer el segundo gran principio rector de la última instancia de cualquier orden y que no es otro que el principio de unificación de doctrina o aquél que impone que la interpretación de las normas jurídicas, en nuestro caso deontológicas, debe ser única para todos sus ámbitos de aplicación, sin que sea posible escindir su fuerza o sentido según territorios diversos en aras del derecho a la igualdad de todos los sometidos a su imperio.

Lo que de forma natural vino ocurriendo en la abogacía hasta que se fraguó la organización autonómica del Estado a partir de la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y la organización autonómica de la abogacía con la sucesiva creación de los Consejos autonómicos de Colegios de Abogados, cuya regulación profesional atribuía la competencia para resolver en segunda instancia los recursos de Alzada presentados en materia disciplinaria ética al órgano de Gobierno del Consejo General de la Abogacía Española (art. 9 de la Ley de Colegios Profesionales, art. 96 EGA-1982 y sucesivos Reglamentos de Procedimiento Disciplinario del Consejo General de la Abogacía Española), momento hasta el que la abogacía vino gozando de un solo órgano de interpretación de un único Código ético profesional para toda España.

Panorama que como queda dicho saltó por los aires con el advenimiento de la organización autonómica del Estado y de la abogacía, a partir de la cual fue creciendo paulatinamente el número de los órganos competentes para resolver los recursos de Alzada que pudieran interponerse contra los acuerdos dictados en materia disciplinaria ética por las Juntas de Gobierno de los Colegios de Abogados, asumiendo la competencia de lo que vengo denominando impropiamente “segunda instancia” disciplinaria en sede administrativa, el Pleno de los Consejos autonómicos de Colegios de Abogados (en el caso del Consejo autonómico de la abogacía madrileña, arts. 5.4 y 3.20 de los Estatutos del Consejo de Colegios de Abogados de la Comunidad de Madrid).

Atribución de la competencia para el ejercicio de la “segunda instancia” disciplinaria de la abogacía en sede administrativa que, como podrá apreciarse con lo expuesto, si bien respeta el principio de autorregulación al atribuir la función al órgano de gobierno de los Consejos autonómicos (Pleno), no respeta la supremacía o prevalencia del principio de unificación de doctrina, pues mientras se mantiene un Código ético de ámbito estatal para toda la abogacía española, su interpretación se ha venido escindiendo poco a poco entre cada vez más órganos en el camino de llegar hasta los diecisiete posibles Consejos Autonómicos de Colegios de Abogados de España (hoy ya y si mis datos son fiables, diez). Con el inevitable corolario de que la abogacía española carece de una doctrina unificada de sus preceptos éticos para toda España.

Situación que, aparte la enorme desigualdad que genera en el ejercicio de la abogacía la dispar exigencia territorial de las normas éticas que lo gobiernan, con clara ruptura del mercado único de los servicios jurídicos en nuestro país, produce efectos tan perniciosos en el momento histórico que vivimos de regulación del acceso al ejercicio de la profesión mediante un examen único para todo el Estado, de impedir su preparación en materia tan principal como la deontología profesional con la debida unificación doctrinal y seguridad docente. Efecto éste colateral de una trascendencia que se está tardando en reconocer y valorar y que incluso podría estar en la base de las enormes dudas generadas en torno a la realización de dicho examen con las debidas seriedad y garantías de éxito respecto de alumnos, tribunal examinador y formadores o docentes en la materia.

La modernización de la competencia disciplinaria
Ante tan delicado como complejo panorama en la atribución de la competencia disciplinaria de la abogacía en la Alzada y correctamente resuelta desde siempre la atribución de la competencia disciplinaria colegial o en la instancia a las Juntas de Gobierno de los Colegios de Abogados, resulta más que evidente que la modernización de la competencia disciplinaria en materia de ética profesional de la abogacía se limitaba a solventar la carencia de un solo, único y exclusivo órgano para el ejercicio de la competencia disciplinaria en la “segunda instancia” administrativa o resolución de los recursos de Alzada, creando el mismo y poniendo fin a su atomización autonómica.

Las fórmulas para lograrlo sólo podrían ser dos en lo sustancial: o que se produjera la fusión de los Colegios de Abogados hasta conformar uno por Comunidad Autónoma para, con desaparición de los Consejos del mismo rango territorial, devolver la competencia disciplinaria para resolver en la “segunda instancia” administrativa o Alzada al Consejo General, lo que entre otras cosas nos traería un benéfico ahorro presupuestario incalculable. O, visto que ello parece imposible en el momento histórico presente por razones cuyo análisis escapa a la intención y a la extensión de estas líneas, crear un órgano único integrado conjuntamente y por cooptación por todos los Consejos autonómicos al que atribuirle la competencia para resolver los recursos de Alzada presentados contra los acuerdos disciplinarios dictados por todos los Colegios de Abogados de España, cediendo en la atribución competencial de la “segunda instancia” alguna pujanza en la aplicación del principio de autorregulación para ganarla en la prevalencia del principio de unificación de doctrina.

La propuesta de modernización del nuevo EGA y la LSCP
Parece difícil que lo dicho pudiera estar más claro de lo que está y ser más relevante de lo que es para que cualquiera de las dos disposiciones legales en fase de aprobación (EGA y LSCP) lo abordaran, por separado o de consuno, para solventarlo en cualquiera de los sentidos que se apuntan. Pues no.

Si acudimos al nuevo EGA nos encontraremos con que, sencillamente y en sus arts. 87, 114, 115 y 119, en su concordancia con los estatutos reguladores de los diversos Consejos Autonómicos, se mantiene en la atomización de la segunda instancia existente con la remisión de la competencia disciplinaria en la Alzada a los Consejos Autonómicos de Colegios de Abogados para, respetando al milímetro el principio de autorregulación y dejando de lado el principio de unificación de doctrina y su prevalencia, renunciar a la necesaria modernización de la competencia disciplinaria en la Alzada posponiendo su unificación “ad calendas graecas” al desaprovechar, esta vez, una ocasión reformadora que por su extensión y profundidad posiblemente tardará siglos en repetirse.

Pero si acudimos a la LSCP aún es peor. De un lado porque, igual que el EGA, se mantiene pasiva y se abstiene de modernizar la competencia disciplinaria en la “segunda instancia” administrativa para asegurar en la Alzada la primacía del principio de unificación de doctrina, renunciando a otorgarla o atribuirla a un solo órgano para toda España, único problema que debía resolver al respecto para garantizar en todas las profesiones españolas una doctrina unificada en la aplicación de su único código deontológico. Dejación tanto más grave y chocante si se repara en que va contra sus propios actos, toda vez que en su artículo 39.2.d), sostiene paladinamente que constituye en todo caso función exclusiva de los Consejos Generales de los Colegios ¡“garantizar la aplicación de un Código Deontológico único para toda la profesión” !.

Y de otro lado porque, no conformándose con su llamativa pasividad reguladora de la unificación competencial en la Alzada, de forma tan inesperada como improcedente decide intervenir sin embargo para modificar la atribución de la competencia disciplinaria colegial de la “primera instancia” y, rompiendo aquí el principio de autorregulación que debe primar en ella y de forma claramente inconstitucional por contraria al art. 36 CE, expropiarla de las manos de las Juntas de Gobierno de los Colegios para entregarla a un órgano diferido y no elegido de forma directa por los colegiados, sancionando en su artículo 44.3 que “El ejercicio de las funciones disciplinarias del Colegio profesional compete (…) a un órgano sancionador (…) formado mayoritariamente por miembros no ejercientes (…), al menos un miembro no colegiado y un asistente de la Administración competente (¡sic!) …”.

Pudiera parecer difícil imaginar a qué tipo de razones obedece tan inesperada iniciativa y probablemente hasta pudiera intentarse justificar con el honesto y recurrente afán de acabar con el tan traído y llevado corporativismo profesional mediante la aplicación a los Colegios profesionales del principio de la separación de poderes, como si el corporativismo profesional fuera ajeno al del resto de las instituciones privadas o públicas de la Nación y al del conjunto de los engranajes orgánicos del Estado, incluido el del propio legislador y sus servidores y pudiera curarse aisladamente de la pandemia de corporativismo nacional de la que participa. Debiendo desechar la idea al punto si se repara en que dicho principio sirve o viene referido al Estado y parte de la base de que en éste se manifiesta la concurrencia de tres poderes mientras que, aparte de que resulta bastante costoso apreciar en qué se parecen los Colegios y el Estado, aún lo es más adivinar qué poderes tienen los Colegios que haya que dividir cuando lo que en ellos se llama “gobierno” no es otra cosa que un eufemismo retórico que designa mistificadamente el ejercicio por su órgano rector de su único y exclusivo poder, que no es otro que la competencia disciplinaria en materia de ética profesional. De modo que expropiar de ella a sus Juntas de Gobierno no es sino crearlas para la nada y otorgarla a otro órgano distinto mientras ellas subsisten no es sino trasladar a éste el impropiamente denominado “gobierno” corporativo sin llamarlo así, mientras se le hace convivir con otro órgano vacío de “gobierno” al que, sin embargo, llamaremos así.

Aunque llegados al punto, resultará fácil apreciar el verdadero empeño de tan antijurídica maniobra si se repara en que, sencillamente, consiste en lo que parece: en la expropiación del poder de autorregulación de manos de las profesiones para, por otro camino más y mediante el eterno juego de “adivina donde está la bola” devolverlo al Estado del que salió y que éste pugna por recuperar. O, si no, el autor del Anteproyecto de LSCP deberá explicarnos qué pintan en el órgano disciplinario competente en primera instancia o colegial diseñado por su art. 44.3 esas gentes no elegidas democráticamente, no colegiadas o no ejercientes de la profesión a las que se refiere y, sobre todo, ese “asistente de la Administración competente” que también incluye el referido precepto y que a duras penas consigue ocultar su verdadera naturaleza de comisario político que amaga.

Me pregunto hasta qué punto somos conscientes de que nuestra pasividad es en buena parte la que da alas al desmedido descaro de los poderes del Estado para con las profesiones pero, también y sobre todo, si seremos capaces de aguantar sin más el expolio que pretende de nuestra conquistada independencia profesional y tanta humillación en nuestra propia casa.