9 de noviembre, 2013, Rafael del Rosal
El nuevo Estatuto General de la Abogacía y el estado de la autorregulación
Artículo publicado por el autor en el nº 2, 2013, 6ª época de la revista «OTROSÍ» que edita el Colegio de Abogados de Madrid, en el que analiza el sentido y alcance de la reforma de la abogacía impulsada por el nuevo Estatuto General de la profesión y la Ley de Servicios y Colegios Profesionales, pendientes de aprobación, en lo que se refiere al poder de autorregulación profesional.
Tras seis años de gestación, el pasado día 12 de junio de 2013 el pleno del Consejo General de la Abogacía aprobó el texto definitivo del nuevo Estatuto General de la Abogacía Española –en adelante EGA- que nuestra profesión propone al Ministerio de Justicia para su aprobación definitiva.
Muchas han venido siendo las conjeturas levantadas durante tan prolongada espera sobre sus causas, entre las que cabe destacar el difícil y delicado debate en el seno de la abogacía institucional en torno a su organización y, especialmente, al funcionamiento del propio Consejo General de la Abogacía y al equilibrio y reparto de poder en su toma de decisiones entre los colegios grandes y pequeños y, también y cómo no, la espera de la aprobación definitiva de la anunciada Ley de Servicios Profesionales, que vendría a cerrar el gran proceso de reforma de las profesiones en España puesta en marcha por la Directiva europea de Servicios y a la que final y necesariamente debería adecuarse el texto definitivo del Estatuto General de la profesión.
Sorprendentemente y casi con el texto definitivo del anteproyecto de esta ley en la calle, que vio la luz el día 2 de agosto pasado y que se sirve finalmente por el Gobierno para su debate parlamentario bajo el título y propósito normativo general de “Ley de Servicios y Colegios Profesionales” –en adelante LSCP-, el pleno del Consejo General de la Abogacía se adelantó mes y medio a su advenimiento en aprobar el texto definitivo del EGA, sin que acabemos de saber a ciencia cierta los motivos de ello que no sea el laudable aunque dudoso propósito estratégico de intentar condicionar el futuro debate parlamentario de la referida ley a nuestro favor. Duda que viene provocada por el hecho bastante evidente de que el nuevo EGA no se aparta del texto del citado anteproyecto en ninguna de las cuestiones fundamentales ligadas al núcleo central de la autorregulación que debía afrontar la abogacía para su verdadera modernización, salvo en la extensión de la colegiación obligatoria que, con ser verdaderamente trascendente, era aspecto en el que el EGA no podía mejorarse a sí mismo y pudiera evitar su reducción a los términos que propone la LSCP, sólo con su defensa a ultranza y sin haber extendido algo más su energía reformadora.
A tales cuestiones se dedicarán estos comentarios de primera hora sobre tan capitales disposiciones legales para el futuro de la abogacía, tomando como centro el nuevo EGA que nos ocupa pero haciendo su análisis contrastado con LSCP, dejando para sucesivos comentarios el análisis sistemático de ambas.
Los Colegios de Abogados, Autoridad reguladora
La primera cuestión que debe reclamar nuestra atención es cómo abordan las normas que nos ocupan el problema de la naturaleza, elementos constitutivos y competencias públicas de los Colegios profesionales en general y de los de abogados en particular. Es decir, qué modificaciones sufre el nivel de autorregulación de la profesión en relación con el que tenía. Autorregulación “regulada” que no es sino la clave de bóveda de toda la reforma de los Colegios Profesionales, por ser y tratarse del territorio donde se ventila el verdadero problema de su existencia: el poder.
Pero, además, no cualquier aspecto del poder sino el poder directo que reivindica y a veces conquista para sí la sociedad civil, para cobrar parcelas de autonomía que le permitan gestionar sus intereses sin intermediarios gubernativos de acuerdo con su propia ciencia y experiencia. No sólo porque el Estado se muestra una y otra vez incapaz de gestionarlo todo, sino también y fundamentalmente porque es la sociedad civil la dueña de las artes profesionales necesarias para la supervivencia colectiva y necesita ejercerlas para sí con una plenitud que reclama libertad e independencia, cuya protección requiere un poder que acaba cobrando del Estado mediante su institucionalización, pero cuyo ejercicio le otorga un poder que el Estado teme y continuamente pugna por aprovechar, controlar y limitar. De tal modo que el verdadero problema que se dirime en los colegios con las normas que comentamos y el verdadero sentido de los afanes que nos alientan, tanto a los abogados como al Estado cuando las discutimos, es que se trata de uno de esos escasísimos y más que milagrosos logros de la sociedad civil en la senda de su autonomía y una de sus principales conquistas de poder frente y a expensas del Estado.
Logro que, como se comprenderá fácilmente, no es meramente simbólico o conceptual ni se autosatisface a sí mismo, sino que tiene su más profunda causa y sentido en la independencia facultativa para el ejercicio de nuestras artes profesionales, que sólo necesitamos en exclusivo beneficio y provecho de nuestros conciudadanos y que sólo se garantizan evitando la ingerencia del poder del Estado en su libre e independiente prestación, tantas veces ante él, bajo él o frente a él ejercida, mediante la constitución de una institución civil profesional independiente, regulatoria de la competencia en el mercado de los servicios profesionales como son los Colegios, que se fraguan mediante la conquista para sí por toda la profesión agrupada en ellos y arrancándolas del Estado por delegación, de dos competencias públicas destinadas a garantizar a toda la sociedad en sustitución de su anterior e incompatible ejercicio directo por los poderes públicos, dos exigencias imprescindibles para la seguridad y la confianza de los consumidores y usuarios en el mercado y en la calidad de los servicios profesionales que reciben: De un lado, la competencia disciplinaria para la exigencia de responsabilidad por aquellas prácticas profesionales que pudieran ser contrarias a los Códigos éticos autoproclamados y ofrecidos públicamente por los mismos para generar confianza en la prestación de sus artes en el mercado de los servicios y, de otro, la competencia de amparo, en garantía de la libertad e independencia facultativa de los profesionales y en beneficio de los usuarios de sus servicios, evitando su limitación o las ingerencias de los poderes públicos.
Instituciones colegiales cuyo tercer elemento de cierre, junto a sendas competencias, no puede ser otro que la matriculación o colegiación universal u obligatoria en ellas de todos los profesionales de su clase, pues ejerciendo sobre éstos las mismas competencias públicas que con anterioridad ejerciera el Estado, debe recibir con ellas no sólo la delegación de su imperio sino también la extensión universal de su fuero, sin que exista justificación alguna para que en su traslado de sede del Estado a los colegios, siendo públicas, nadie y menos el Estado mismo que antes las detentara, pudiera reivindicar una libertad de sometimiento que nunca existió ni podría existir ante un poder punitivo general. Y mucho menos con base en la libertad de asociación, pues no es el derecho asociativo el que resuelven los colegios o, al menos, no sólo ese derecho, sino la facultad institucional y estatutaria de ejercer poderes públicos incluso punitivos con eficacia universal, ni son los colegios meras asociaciones como se comprenderá fácilmente a la vista de cuanto queda dicho y como, desde luego, lo proclama el art. 36 de nuestra Constitución al distinguirlos de ellas con absoluta nitidez.
Lo que final y definitivamente nos conduce a concluir de modo tan inevitable jurídicamente como irrenunciable políticamente, que nuestros colegios no son sino la Autoridad Reguladora del mercado de los servicios profesionales. Algo que, felizmente, no mantiene en solitario el autor de estas reflexiones sobre la base de lo hasta aquí expuesto, sino que lo establece con absoluta claridad en su artículo 4.9 la propia Directiva de Servicios que tan gallardamente dice nuestro legislador estar incorporando al ordenamiento jurídico español, entre otras mediante la ley de marras (LSCP), cuando proclama sin ambages que los colegios profesionales son la “Autoridad Competente que regula de forma colectiva el acceso a las actividades de servicios y su ejercicio (…) en el marco de su autonomía jurídica”.
Es desde tan clara perspectiva desde donde procede analizar qué será del nivel de autorregulación que tenía la abogacía hasta ahora, tras la entrada en vigor del nuevo EGA y de la nueva LSCP si su texto no se modifica, testando simplemente sus tres elementos de máxima relevancia: naturaleza jurídica, competencias y colegiación.
La Autorregulación en la reforma: Naturaleza jurídica
Después de lo expuesto a nadie escapará que la cuestión de la naturaleza de los colegios no constituye una cuestión dogmática de tipo académico, sino una cuestión jurídico-política de primer orden, relacionada de forma directa tanto con su configuración jurídica y su virtualidad, como con su recorrido histórico, de tal suerte que determinará qué deba hacerse para mejorarla o perfeccionarla y, en una palabra y en cuanto aquí nos interesa, para modernizarla.
Pues bien, si acudimos a la Ley de Colegios Profesionales vigente –LCP- y desde su vigencia (art. 1), así como al EGA vigente y desde siempre (art. 2), ambas disposiciones tenían en su frontispicio y como “definición” de los colegios una fórmula tautológica destinada a ocultar aquello de lo que no se quiere hablar por ser la manzana de la discordia y que, como queda dicho, es el poder: “Los Colegios profesionales son corporaciones de derecho público amparadas por la ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines”, señalando en posterior artículo sus fines y, a la postre, rehuyendo definir jurídicamente lo que se quería o pretendía definir.
A la vista de todo lo dicho, está claro que modernizar los Colegios respecto de su naturaleza sólo podría significar superar el derecho absolutista arcaico y, desde luego el de la pasada dictadura, para entrar definitivamente en el mundo creado por nuestra Constitución de 1978, empezando por llamar o definir los colegios como lo que son y, sobre todo y muy especialmente actuar jurídicamente en consecuencia. En una palabra, definirlos de una vez por todas como “Autoridades Reguladoras del mercado de los servicios jurídicos” tal y como hace la Directiva de Servicios que estamos trasponiendo para, a continuación, insertarlos con estatuto propio en el órgano regulador independiente de la Competencia –se está barruntando ya por el Gobierno la nueva Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia- mediante una Subdirección general de Colegios Profesionales dentro de la Dirección General de la Competencia, terminando para siempre con la extraordinaria ficción generada en los órganos reguladores de la Competencia sobre los colegios de considerarlos un cártel laminador de la competencia profesional en los mercados, como modo de atacarlos y destruirlos y, desde luego, de recuperar el monopolio regulador con exclusión de las profesiones cuya independencia viene demostrando detestar profundamente. Subdirección General que sólo podría constituirse integrada por un número determinado y suficiente pero no excesivo de representantes de los Colegios de colegiación obligatoria que existieran.
Sin embargo, si acudimos al nuevo EGA podremos comprobar en su art. 65, único en abordar la cuestión, que el vigente abordaba en el art. 2, que lejos de caminar en el sentido señalado para definir a los colegios de abogados como autoridad reguladora y exigir tal encuadramiento orgánico propuesto y su correspondiente estatuto independiente dentro del mismo, nos sorprende definiendo a los colegios de abogados con la fórmula de que son “corporaciones de derecho público que se rigen por la ley” (cita todas las disposiciones legales que los regulan menos la Directiva de Servicios), renunciando a definirlos incluso con la más completa aunque sesgada fórmula tautológica antigua y, por tanto, abjurando de reivindicar su naturaleza de autoridad reguladora del mercado de los servicios jurídicos. Lo que no es otra cosa que renunciar a la misma y a todas sus consecuencias para dejar en manos de la ley, es decir, de la LSCP y de las decisiones del Estado frente a los logros de la propia Directiva que traspone, cuestiones tan decisivas para asegurar el poder de autorregulación e independencia que le disputamos en aras de nuestra independencia. Y por tanto, lejos de modernizar nuestras instituciones colegiales caminando hacia la definitiva consagración de su naturaleza, de sus competencias y de sus potestades, devuelve a la abogacía a un tiempo pasado, viejo y periclitado, anterior a la constitución de nuestros colegios y a su autorregulación para, cediendo de antemano nuestra autonomía al poder público, dejarla definitivamente como ya lo estuviera allá por la Edad Media.
Así lo confirma plenamente el aterrador y despiadado tratamiento que hace de nuestros colegios la LSCP pues, aunque mantiene en su art. 23 la definición de los colegios de siempre, que tampoco los señores ministros de Economía actual o precedentes quieren saber nada del art. 4.9 de la Directiva que dicen venir trasponiendo, muy pronto enseña la cara sobre lo que de verdad piensa al respecto a lo largo de todo su propio titulo II y muy en especial cuando en el art. 32 somete a los colegios a la “tutela” del Estado por mano del Ministerio del ramo y en el siguiente art. 33 explica con auténtica claridad y desmesura que la dicha tutela no es el amparo o respaldo de su independencia sino, muy por el contrario, el más absoluto y descarado sometimiento de nuestra profesión –con las demás- al poder político, que podrá despojar a nuestros colegios de sus funciones y potestades cuando le parezca conveniente, con la mera emisión de lo que denomina un “informe de tutela” con la conclusión general de “desfavorable”.
Disposiciones normativas que, por si alguien tenía dudas, confirman que final y realmente lo que queda de la autorregulación, es decir, de la expresión institucional del poder autónomo de la abogacía a la vista del nuevo EGA y de la nueva LSCP, es nada. Conclusión que en modo alguno puede impedir el hecho de que siga en manos de los Colegios de Abogados la competencia disciplinaria en materia de ética profesional toda vez que, en las condiciones descritas, el ejercicio de dicha competencia se convierte en la hoja de parra con la que cubriremos la desnudez de nuestros Colegios ante el despojo de poder que el Estado está fraguando contra ellos, pues traza la apariencia de que el Estado no interviene en las cosas decisivas de la profesión y evita que se vea la realidad que los preceptos transcritos diseñan, sin contar con que el trabajo disciplinario ingrato se lo hace otro y evita provocar la irritación de los profesionales con el ejercicio de su imperio. Todo ganancias sin ninguna pérdida, que se concentran de nuestro lado, sin contar con la enorme disminución de la significación y trascendencia de la disciplina ética a la vista de sus nuevos contenidos, límites y consecuencias.
La Autorregulación en la reforma: Competencias
Si el análisis de la naturaleza jurídica de los Colegios de Abogados en la reforma propuesta por sendas normas lleva a la conclusión de que el Estado los despoja de su poder autónomo para regular con independencia el mercado de los servicios jurídicos y que nuestra profesión renuncia a él sin ni siquiera reivindicarlo, con las competencias pasa algo parecido.
Basta acudir a la Ley de Colegios Profesionales vigente –LCP- (arts. 1.3 y 5.i), así como al EGA vigente (arts. 3.1 y 4.h), para constatar que ambas disposiciones configuraban los fines de los Colegios de abogados de acuerdo con su naturaleza, centrándolos en “la ordenación del ejercicio de la profesión”, incluyendo en ella tanto “la defensa de los derechos e intereses profesionales de los colegiados”, cuanto la vigilancia de “la ética y la dignidad profesionales y el respeto debido a los derechos de los particulares”, último inciso éste que reforzó ya sobremanera la reforma operada en el art. 5 de la LCP por el también art. 5 de la llamada Ley Ómnibus (Ley 25/2009, de 22 de diciembre, de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio), que entronizó de forma clara y contundente como fin de los colegios “la defensa de los intereses de los consumidores y usuarios de los servicios de sus colegiados”.
Fines ambos que no venían a ser sino la formulación jurídico-normativa general y amplia de las dos competencias públicas que ya hemos determinado como propias de los colegios de abogados y de su autorregulación: La disciplinaria ética y la de Amparo colegial de la libertad e independencia de los abogados en el ejercicio de la profesión frente a los poderes públicos. Viniendo sin embargo constituido el déficit en el reconocimiento jurídico de ambas en que, mientras la competencia disciplinaria en materia de ética profesional venía concretada de forma expresa y concluyente entre las “funciones” de los colegios, en la disposición contenida en los arts. 5.i LCP y 4.h EGA de que constituye una función específica de los Colegios de Abogados “ejercer la facultad disciplinaria en el orden profesional y colegial”, en ninguno de sus apartados se establecía de forma expresa que constituyera una función pública específica de los mismos el ejercicio de la “facultad” de Amparo Colegial.
Déficit que las referencias normativas al Amparo Colegial y a su ejercicio por la Junta de Gobierno de los Colegios de Abogados en la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 542) y a lo largo de todo el EGA (arts. 3.1, 53.p, 33.2, 33.3, 34.c, 35.b y, especialmente, 41), enjugaban en lo menester integrando el reconocimiento tácito de dicha competencia pero que, si en algo consistiera la modernización de los colegios, sus competencias públicas y su régimen de autorregulación, sin duda formaría parte indubitada de la misma el reconocimiento expreso entre las funciones de los colegios de su competencia de Amparo junto al de su competencia disciplinaria.
Pues bien, como ya ocurriera en relación con la naturaleza jurídica de los colegios, ni en la LSCP ni en el nuevo EGA se ha contemplado dicho reconocimiento expreso, dejando de nuevo al albur de las concordancias menores y fuera de sus funciones la integración de la competencia de Amparo como uno de los fines que le siguen reconociendo ambas con carácter general (LSCP art. 23.2 y EGA 66.b), incluido en el de “la defensa de los derechos e intereses profesionales de los colegiados”. Y, sobre todo y en lo que ahora nos concierne, dejando de consolidar la formulación jurídica expresa entre las funciones de los Colegios de la principalísima competencia pública de Amparo colegial, que ahora cobraría especial relevancia si se tiene presente que el art. 34 LSCP “in fine” establece expresamente como Funciones Públicas de los colegios las que desglosa el propio artículo con su ausencia.
Debiendo reconocer, sin embargo, que el nuevo EGA da un pequeño pero importantísimo paso adelante en el Régimen de Amparo que apunta su art. 59.3, con aromas de verdadera regulación y que sin duda ayuda en el camino de su deseada modernización, pero que no alcanza a solventar en tanto que renuncia a regular el referido Régimen de Amparo en extenso y en título específico separado, tal y como sin embargo hizo siempre y sigue haciendo en su título undécimo con el Régimen Disciplinario, ahora denominado “Régimen de Responsabilidad de los Abogados y de las Sociedades Profesionales”.
La Autorregulación en la reforma: Colegiación
Apartado, finalmente, en el que el EGA mantiene posiciones al disponer la colegiación obligatoria o universal para el ejercicio de la abogacía en sus arts. 4 y 7 e, incluso, abunda en ella haciendo desglose de todas las funciones que considera incluidas en el mismo, sin duda previendo acertadamente lo que se nos venía encima con la LSCP al respecto y ya apuntaran los altos cargos del Ministerio de Economía presentes en el último Congreso Nacional de la Abogacía celebrado en Cádiz el pasado año 2011: que el Gobierno proyectaba, como ha decidido finalmente proponer en el apartado “1.j)” de la Disposición adicional primera de dicha ley, restringir la colegiación obligatoria de los abogados a aquellos que “ejerzan la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos judiciales y extrajudiciales (…) en representación de tercero con el que no tenga vínculo de naturaleza laboral”.
Dejando para más amplio análisis la significación jurídica y material de tan descabellado propósito y yendo a lo que interesa, si bien nos parece absolutamente imprescindible intentar evitar semejante disparate, es necesario reconocer que para tal viaje no parecen suficientes alforjas los meros movimientos realizados por el EGA en sus arts. 4 y 7, por dos motivos:
a) De un lado, por la fuerza perdida con las renuncias consumadas por el propio EGA analizadas más arriba, en relación con la naturaleza y las competencias públicas de nuestros Colegios que, entre otras cosas y además de sin ellas mismas, nos dejan sin monedas de cambio para mantener, con su hipotética o posible renuncia, la colegiación obligatoria de los abogados en los términos pretendidos por el EGA.
b) Y, de otro lado, que el propio EGA aprobado no da muestras en todos sus términos por igual de la fe que parece desprenderse de su art. 4, en la necesaria sujeción a regulación ética de toda la abogacía en todas sus funciones y en la imprescindible colegiación con tal fin de todos los abogados, incluso para ejercer la dirección y defensa de las partes “fuera” de los procesos judiciales y extrajudiciales, pues renuncia a ella en cuestiones éticas trascendentes y altamente sensibles como lo es la de la siempre vigente y absolutamente imprescindible prohibición del prevaricato del abogado o defensa de intereses contrapuestos, que despenaliza por primera vez en la historia de nuestra abogacía en su art. 52.2, siempre que el abogado tenga la autorización expresa de todos los clientes en conflicto y siempre que se trate “de asunto o encargo de naturaleza no litigiosa”.
En una palabra, que la propia profesión y por voluntad propia reduce el control de la honestidad de la abogacía en uno de sus centros éticos neurálgicos y, por tanto, la necesidad de su colegiación universal al efecto, a idéntico ámbito subjetivo que el pretendido por la LSCP: a los abogados que “ejerzan la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos judiciales y extrajudiciales”, es decir, “asuntos o encargos de naturaleza litigiosa”. Evidencia que, aparte pulverizar la aparente ambición del art. 4 del EGA para asegurar la colegiación universal con la extensión de su ámbito objetivo, no parece ayudar a nuestro necesario combate contra su reducción por dicha ley y a mantener el tipo cuando la defendamos ampliada ante el señor ministro de Economía y los grupos políticos durante su debate parlamentario.
De tal suerte que, a la postre y en conclusión, ni parece modernizada o mejorada la autorregulación de la profesión por ninguna de las dos normas legales que cerrarán su reforma sino todo lo contrario, ni tampoco parece que el adelanto en la publicación del EGA sobre la LSCP venga a constituir una ayuda para condicionar el debate parlamentario de esta última y volcar el desenlace del mismo a nuestro favor: En cuanto a la naturaleza y competencias de nuestros colegios porque ya coincide con ella y en cuanto a la colegiación obligatoria porque, con dicho adelanto y por la misma razón precedente hemos perdido toda capacidad de maniobra para su intercambio y, de pretendida chance, se ha trocado en trampa mortal. Vaticinio en el que, sinceramente, deseo equivocarme.