30 de mayo, 2008, Rafael del Rosal
Ética y Cine
Artículo publicado en el número 22, 3ª época, enero 2001, de la Revista OTROSÍ que edita el Colegio de Abogados de Madrid. La versión que se ofrece modifica su original en lo menester, para adecuarla al sitio en el que aparece.
Puede decirse que la ética ha encontrado en el cine su mejor modo de expresión y que éste se hace con la misma materia de la que está hecha la ética, porque el cine es esencialmente, estructuralmente, ética destilada en estado puro. Hasta el punto de que podríamos convenir en que mi generación aprendió ética en el cine, en una época en la que no era objeto de atención científica en los centros de enseñanza, ni en los planes de estudio.
En aquellas tardes de invierno de los años sesenta en la que cambiábamos el estudio del derecho romano por «una del oeste» quedábamos inmóviles, petrificados de admiración moral, ante el sheriff Will Kein cuando, en «Solo ante el peligro» («High Noon«. Fred Zinnemann, 1952) volvía su cabalgadura acompañado de su recién desposada (¡Santo Dios: cómo era la Kelly!), para hacer frente a un problema en la frontera de la muerte, cuando ya no venía obligado a hacerlo por haber dejado el cargo, pero que asume por lealtad a éste y a la comunidad que, mal disimulando su miedo, lo acaba abandonando a su suerte que era la de todos. Era tal su integridad, y de tal clase, que resultaba imposible no querer ser como él en cualquier profesión o circunstancia, aún cuando nunca pudiéramos llegar a caminar con la elegancia de Gary Cooper. De él diría su antigua amante en el curso de la película (Katy Jurado), plantando cara a su ahora pretendiente, el joven y soberbio ayudante del marshall: -Tú tendrás las espaldas muy anchas, pero él ¡es un hombre!.
¿Qué abogado no siente sana envidia y no ha deseado ser tan independiente y digno con la toga puesta, como la Vienna (Joan Crawford) de «Johnny Guitar» (Nicholas Ray 1953) sin ella?; ¿o como el sheriff Calder que encarnara Marlon Brando en «La Jauría Humana» («The Chase». Arthur Penn 1966)?.
La calidad del cine como escuela de ética viene dada por la forma en la que en él se produce la representación de la realidad. En el cine la representación solo es aparente porque estamos en el imperio de la elipsis y su magia es la grandeza del gesto. Teóricamente, la cámara permitiría registrar «todo lo que pasa», pero precisamente la narración cinematográfica consiste en contar solo lo importante o trascendente para que el relato y lo representado tengan sentido, eliminando por medio de una elipsis continua y estructural todo lo innecesario e intrascendente. En los planos escogidos aparecerán así gestos o actitudes. Abstraída la escena, el plano se podrá detener en un rostro, en una mano o en parte de cuerpos sin rostro, en lo que se llama plano general, medio, corto o primer plano. De tal modo que podrá decirse que una película es, en lo esencial, una sucesión o concentración de actitudes. De tal suerte que la emoción y la pasión se concentrarán en el alcance del gesto, en su calidad moral y en su impronta ética.
Eso es lo que convierte una película en una sucesión de propuestas éticas, en un código de respuestas humanas en las más variadas y diversas situaciones. Eso es lo que hace que el cine sea ética en estado puro. Porque hemos estado con Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) solo cuando hace gestos o representa comportamientos trascendentes, no en cada segundo de su vida cotidiana tan anodina como la nuestra. Lo hemos visto cuando asiente con la cabeza a la orquesta de su Bar para que toque la Marsellesa, en respuesta al canto nazi de los militares alemanes adueñados del salón, en un gesto de dos segundos pero que concentra toda la lealtad que estalla por inesperada en un cínico entrañable que no se mojaba por nada ni por nadie, pero que toma partido y da la cara en el momento preciso y crucial. Hemos llegado hasta su lado cuando hace ganar en su casino a un humilde fugitivo del III Reich, para evitar que su mujer tenga que conseguir el visado de la libertad otorgando sus favores sexuales al comandante militar de la plaza, en un gesto de dignidad y de defensa de la dignidad humana que, desde luego, parece exigible a quienes eligen profesiones como la nuestra.
Son personajes ajenos al mundo judicial los que nos han enseñado los principios éticos fundamentales de la abogacía. Porque nadie podrá discutir que si alguien encarnó en el cine la integridad fue el sheriff Kein (Gari Cooper) en «Solo ante el peligro«; que si alguien encarnó la independencia esa es Vienna (Joan Crawford) en «Johnny Guitar«, que si alguien encarnó el sentido de justicia, a costa de sus propios sentimientos amorosos y de amistad, es el novelista de poca monta que encarna Joseph Cotten en «El Tercer Hombre» (The Third Man. Carol Reed, 1948); y que si alguien encarnó la dignidad fue Ricks en «Casablanca«. Gentes perdidas, perdedoras o desarraigadas. Salvo Gary Cooper, que no era de este mundo.
No quisiera desairar con esto a ninguno de los grandes y buenos abogados que en el cine han sido. Y para que quede constancia de mi veneración por alguno de nuestros colegas virtuales, citaré al que considero más grande de entre todos los santos laicos de los que nos habla la hagiografía cinematográfica: el abogado Atticus Finch que encarnara Gregory Peck en «Matar a un ruiseñor» (To Kill a Mockingbird. Robert Mulligan 1963). Lo hacen singular y excelso muchas cosas, pero yo señalaría su tolerancia, su sentido de lo justo y su extraordinaria comprensión de todo lo humano. Sin olvidar que, como es doctrina general y mejorando los propios, era el padre que a todos nos hubiera gustado tener y ser, y el amigo que siempre soñamos.
Sin embargo, todavía hay algo más. Hay películas que, ellas solas, contienen el universo moral entero, como «La Diligencia» de John Ford (The Stagecoach. 1939). Que no se conforma con analizar toda la gama de personajes en toda la gama de situaciones, sino que, además, los analiza en sus contradicciones y, finalmente les otorga el grandioso privilegio de la auto-redención. No recuerdo ninguna película tan humana, completa, liberadora y emocionante. Hay que verla una y otra vez para darse cuenta de su inagotable fuerza narrativa y emocional y de su alcance ético. Estando de acuerdo con Bernardo Bertolucci, no creo necesario sin embargo que los trávelings tengan que llegar a los 360º para ser morales. Cada tráveling de «La Diligencia», ninguno de lo cuales sobrepasa los 180º, es un compromiso de tal calibre con la verdad y con la honestidad del relato que todavía hoy dan vértigo y exigen contemplarlos agarrado con fuerza a los brazos del sillón. Y si eso pasa en la época de los más maravillosos e ilimitados efectos especiales, ¡como sería verlos en el año 39!.
Gigantes como John Ford o Howard Hawks conseguían la magia de hacer desaparecer la estructura gestual del cine, de que pareciera que no estaban sometidos a la elipsis. Hacían a los héroes gente corriente, y sus grandes gestos parecían cotidianos; hacían que a los cinco minutos de película conocieras a todo el pueblo; que tuvieras la sensación de que llevabas viviendo con ellos siglos, que ya te habían contado todo lo que podía contarse y que habían pasado más cosas de las que tú podrías luego contar. Y, finalmente, que tuvieras la sensación de haber viajado en la diligencia, de haber ayudado a despertar de su borrachera al doctor Boone para que pudiera ayudar en su parto a aquella burguesa que hasta entonces había ignorado a todos. De alegrarte por Ringo, un proscrito, y por Dallas, una prostituta. Y, finalmente, conseguían lograr tu complicidad con todos ellos, menos con el banquero ladrón, apelando precisamente a lo mejor que todos llevamos dentro. La lección de ética estaba aprendida.