28 de mayo, 2008, Rafael del Rosal
“La naturaleza jurídica de la Institución Colegial”
Capítulo II con el mismo título, del libro Normas Deontológicas de la Abogacía Española, del autor, publicado en Madrid por Civitas en 2002, su texto apareció publicado por vez primera como artículo en el número 23, 3ª época, febrero 2001 de la Revista OTROSÍ que edita y publica el Colegio de Abogados de Madrid con el título La Deontología profesional y el Colegio. Incorpora una novedosa teoría sobre la naturaleza jurídica de los colegios profesionales, situándola por vez primera en sede paccionada.
El Colegio es el primer entorno elemental del abogado y le concierne de forma determinante si se tiene en cuenta que su condición y el modo en el que se produce el ejercicio de su función dependen de su existencia y de la incorporación al mismo.
Existe la tendencia creciente a considerar el Colegio profesional como algo útil y necesario en la medida en la que presta servicios al colegiado olvidando que, sin perjuicio de la indudable utilidad de cuantos se ofrezcan y puedan ofrecerse, el mayor y más importante servicio que presta viene determinado por su propia creación y por su finalidad como garantía institucional del ejercicio de nuestra función. Que su existencia nos resulta absolutamente imprescindible para ser abogados y ejercer la abogacía.
El art. 3.2 de la Ley 2/74 de 13 de febrero de Colegios Profesionales, al establecer la obligatoriedad de la colegiación para el ejercicio de las profesiones colegiadas, viene a sancionar que solo es abogado quien pertenece a un colegio de abogados. Principio que recoge el Estatuto General de la Abogacía en vigor en sus artículos 9.1 y 11.
El artículo 24 de la CE establece como derechos fundamentales de los ciudadanos el derecho a la tutela judicial efectiva y el derecho a la defensa jurídica. Si a todo ello añadimos que el art. 436 de la LOPJ determina que corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado al licenciado en derecho que ejerza profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos así como el asesoramiento y consejo jurídico, es fácil comprender no solo la posición preeminente en la que la ley coloca a la abogacía como pieza clave del Estado de Derecho para que sea posible la realización de la justicia y la consecución de la paz social, sino también el reconocimiento que la propia ley otorga a los Colegios de Abogados como instituciones imprescindibles para que todo ello sea posible, pues lo que se desprende de los preceptos señalados, sencillamente, es que no hay defensa jurídica sin abogados ni abogados sin colegio.
La naturaleza jurídica
Regulados por la Ley de Colegios Profesionales los colegios son, de acuerdo con lo establecido en su artículo primero, Corporaciones de derecho público amparadas por la ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines. Determinando sus arts. 4.3 y 3.2 que dentro del ámbito territorial de cada colegio no podrá constituirse otro de la misma profesión, y que no se podrá ejercer profesión colegiada sin la previa incorporación al colegio correspondiente.
A la vista de las determinaciones jurídicas contenidas en dichos preceptos la doctrina científica viene considerando de forma unánime, que las tres notas características o peculiares que determinan la naturaleza jurídica de los colegios profesionales son: a) Origen y base privada y reconocimiento público; b) obligatoriedad de la colegiación; c) exclusividad territorial.
Pero con ello lo que hasta ahora ha estado señalando la doctrina no es en realidad la naturaleza de los colegios, sino la configuración jurídica básica que han de tener para que puedan desempeñar la función que impone su naturaleza, aún por determinar científicamente. Determinación que pretenden abordar estas líneas y que a mi entender no se esconde en los preceptos antes citados sino que encuentra refugio en el art. 4.1 de la propia Ley de Colegios Profesionales citada.
Pues a la vista de su historia, de sus antecedentes milenarios y de sus vicisitudes normativas puede afirmarse que los colegios profesionales constituyen y son esencialmente formaciones sociales que genera de forma ineludible el ejercicio de determinadas profesiones cuando en su núcleo funcional se concentran en la cantidad necesaria, su trascendencia social, la independencia que reclama, y el crédito de confianza que dicha independencia necesita. Es entonces, y solo entonces, cuando inevitablemente se impone la constitución de un colegio profesional.
La independencia reclamará un estatuto jurídico privilegiado, la confianza una posición ética normada, y la trascendencia social el reconocimiento y respaldo jurídico público de ambas. Por lo que puede decirse que un colegio profesional no es sino la expresión y la garantía institucional de un pacto o compromiso social entre los profesionales que lo integran y el Estado, según el cual los colegiados ofrecen y aceptan someterse a la observancia de unas normas éticas de conducta autoproclamadas, y el Estado ofrece y acepta otorgar a la profesión un estatuto privilegiado para que pueda ejercer las funciones que le son propias con una libertad e independencia especialmente reforzadas.
El momento histórico en el que se consolidan los colegios profesionales con el carácter referido será en las postrimerías de la baja Edad Media y en los albores de la Edad Moderna. Hasta entonces y desde la antigua Roma habían existido con diferentes nombres y propósitos (asistencia mutua, presencia y reconocimiento social) pero nunca con los perfiles de su naturaleza consolidados.
Se descomponen las relaciones feudales de vasallaje y los gremios irrumpen con extraordinaria pujanza integrados por ciudadanos libres que ofrecen sus servicios en el mercado, asumiendo el riesgo económico de su personal empresa y reclamando y defendiendo a cambio su independencia en la prestación de las artes que practican, sin injerencias ni imposiciones funcionales por parte de quien los contrata y por parte de los poderes públicos. Y es entonces también cuando irrumpe en la escena el complemento imprescindible de una oferta que necesita conseguir confianza social en su independencia: la ética profesional.
Alcanzado ese umbral de independencia y garantía ética necesarias para seguir prestando determinados servicios esenciales para la sociedad, en el seno de las nuevas estructuras sociales y económicas, las antiguas agrupaciones de quienes ejercen esos servicios, hasta ahora de mutua asistencia en lo fundamental, dan un salto cualitativo institucional con su reconocimiento público para constituir algo que, en lo esencial, ya eran lo que hoy son los colegios profesionales: Las congregaciones u órdenes profesionales. Nombre que aún hoy conservan en innumerables países.
Lo que no empece para que hasta la Revolución Francesa, como imponía la impronta filosófica de la época precedente, la oferta ética se ligara directamente con la divinidad como compromiso religioso y, después de la Revolución, se ligara a la sociedad destinataria de los servicios, alcanzando la institución definitivamente su actual configuración laica, y el ejercicio de las profesiones su estado más avanzado y moderno. La deontología profesional ya no será una impronta o prurito personal ligado a las obligaciones contractuales del abogado con su cliente, como lo fuera en la Roma antigua. No será tampoco una ofrenda individual o colectiva a la divinidad oficiada públicamente, como lo fuera en los albores de la Edad Moderna. Será la rendición de las obligaciones que impone un compromiso ético contraído pública e institucionalmente con la sociedad.
El principio de colegialidad
Por tanto la constitución de un colegio profesional es en esencia, y ello determina su naturaleza, un pacto o contrato social bilateral, fruto de la concurrencia de dos voluntades. De un lado la de los profesionales en cuestión que piden a la sociedad la garantía institucional de su libertad e independencia y que, a cambio, están dispuestos y ofrecen someterse a las exigencias deontológicas que requiere la obtención de tan privilegiado estatuto; y de otro la de la sociedad, institucionalmente representada por la Administración Pública, que pide garantía institucional para la efectividad de tales exigencias deontológicas y está dispuesta y ofrece, a cambio, someterse a la inmunidad que prestará a los profesionales el estatuto privilegiado que garantizará a estos, con aval público e institucional, su libertad e independencia. Pacto que solo se perfecciona cuando ambas partes comprenden y asumen la trascendencia social de la función desempeñada por los profesionales en cuestión, y se instrumenta con la constitución del colegio profesional correspondiente (hoy mediante ley, a solicitud de los profesionales, ex art. 4.1 de la Ley 2/74 de 13 de febrero, de Colegios Profesionales).
La necesidad que como ley social late en el seno de las comunidades humanas en un determinado grado de desarrollo de sus relaciones económicas, y en el seno del ejercicio de determinadas profesiones trascendentes para el funcionamiento de dichas sociedades, de alcanzar ese pacto o contrato social, y de que se genere un mecanismo institucional de garantía del cumplimiento del mismo es lo que debe denominarse «el principio de colegialidad».
En el plano del colectivo de profesionales dicho principio transforma la asociación privada en institución pública, y en el plano individual del profesional produce también un cambio sustancial, determinando la institucionalización básica de la función profesional. Así en nuestro caso, el antiguo jurista, que cuando recibía y aceptaba un encargo o mandato del justiciable desempeñaba su función sujeto exclusivamente a un contrato civil privado, se transforma por acción y efecto del principio de colegialidad en abogado el cual, cuando acepta un encargo o mandato se convierte y constituye en abogado-defensor, instituto jurídico en el que se residencia la función de la defensa investido de las prerrogativas de libertad e independencia, y sujeto a responsabilidad deontológica, dotado de unas facultades y dimensión públicas que antes no tenía, y hoy inserto en el bloque de constitucionalidad por los cauces del art. 24.2 de la CE y 436 LOPJ.
La configuración básica
El principio de colegialidad condiciona la configuración de la institución colegial, imponiendo los requisitos jurídicos mínimos que debe reunir para que pueda desempeñar el cometido que su naturaleza le impone y hace que sea un colegio profesional y no otra cosa distinta: a) obligatoriedad de colegiación. b) La exclusividad territorial.
La colegiación obligatoria por cuanto si convenimos en la naturaleza contractual o paccionada de la institución colegial, es claro que defender que asiste a los profesionales lo que se ha dado en llamar la libertad negativa de asociación, es decir, que la colegiación sea voluntaria, constituye otorgar a aquellos que desean dedicarse a la función la singular e inopinada facultad de romper el equilibrio prestacional que ésta implica según su propia esencia, obteniendo el privilegiado estatuto jurídico que garantiza el ejercicio libre e independiente de la profesión, sin prestar a cambio su sometimiento a las reglas éticas de comportamiento que lo rigen.
La exclusividad territorial, destinada a impedir la existencia de más de un colegio por profesión en la misma circunscripción territorial, viene justificada por la necesidad de proteger y garantizar la prerrogativa de independencia, que se vería menoscabada y rota si cada grupo de individuos dentro de la profesión pudiera fundar un colegio según sus creencias religiosas o políticas. Pues difícilmente se podría ser independiente sujetando el ejercicio de la función a credo político o religioso, reconociendo una dependencia original de la colegialidad, cuando uno de sus presupuestos esenciales no es sino su contraria, la independencia.