Ética Juridica y profesional

 

30 de mayo, 2008, Rafael del Rosal

La formación para ejercer la abogacía: La escuela de abogados

Este artículo apareció publicado en el número 84, 3ª época, 2007 de la Revista OTROSÍ que edita y publica el Colegio de Abogados de Madrid.

La formación del abogado es una cosa y la formación para ejercer la abogacía es otra. La primera es de por vida. La segunda es finita y concluye con el ingreso en el ejercicio de la profesión que, en pocos años, solo será posible superando la prueba o examen previsto y regulado por la ley 34/06 de reciente aprobación.
La orientación de dicho examen y de los estudios de grado y postgrado que desembocarán en él, dependerá de la concepción que se tenga de un buen número de cuestiones relacionadas con su cantidad y su cualidad, con el cómo o con el cuando y, desde luego, con el quién. Pero, sobre todo, con el qué es lo que se quiere formar y, aún más al fondo, el porqué debe de formarse de una forma determinada.

Motivo por el cual el resultado de la formación para ejercer la abogacía gravitará sobre las decisiones que se tomen en relación con las bases o los ejes que inspirarán o habrán de regir todo el sistema educativo, haciendo que éste sea singular, específico y distinto de cualquier otro. O, lo que es lo mismo, determinando los que podrían considerarse como paradigmas de la formación integral del aspirante a ser abogado y que, de acuerdo con los requerimientos que tiene actualmente la prestación de asesoramiento y defensa jurídicos en las sociedades avanzadas y con las exigencias del mundo complejo y plural que nos toca vivir, casi instantáneo en el espacio y en el tiempo, deberían ser los siguientes, si se quiere actuar con opciones de acierto.

El paradigma de la ética
El propio planteamiento de la cuestión nos sitúa de plano en el umbral o territorio del primer paradigma: El de la responsabilidad o comportamiento ante el problema. El de la envergadura de la respuesta ante el mismo. En definitiva, en el territorio de la ética.

Preparar aspirantes a abogado no es igual a hacerlo a los de cualquiera otra profesión u oficio. Estamos hablando del corazón mismo del Estado de Derecho, cuyo vértice será la Administración de Justicia y el imperio de la ley para la consecución de la paz social. Por lo que se trata de preparar uno de los mecanismos sobre los que se hará realidad el funcionamiento de todo un sistema jurisdiccional interlocutorio de pacificación: El dispositivo central del ejercicio del derecho fundamental a la defensa a él incorporado, sin el que aquél resulta imposible e inviable. Por tanto, de una pieza absolutamente imprescindible para el funcionamiento de la vida en sociedad, en la civilización de los derechos y las responsabilidades.

Preparar a los futuros profesionales que van a vehicular el ejercicio de tal función no podrá ser nunca ya, así y desde esa perspectiva, una cuestión técnica. Sino definitiva y absolutamente política en su sentido genuino y fundacional, en su sentido aristotélico. Es decir, una cuestión ética.

La concepción de esa formación, el desarrollo de sus cánones y la implantación del sistema educativo del aspirante a abogado, será por tanto un problema moral, tanto de la sociedad como de la propia profesión, por ser un problema público de supervivencia de toda la comunidad y un problema sectorial de credibilidad.

El paradigma de la función
Puede afirmarse sin temor a errores de autocomplacencia, que la función de la defensa jurídica constituye la más compleja de las funciones profesionales. No quiere decirse con ello que sea la más importante, pues comparte trascendencia con las demás facultades que reclama la supervivencia de la sociedad (medicina, arquitectura, ingeniería, etc.). Solo quiere decirse que el dominio de sus destrezas resulta de la más suprema exigencia, no solo por ser éstas las más variadas y abundantes en número, sino también las más complejas, sutiles, sofisticadas y especializadas. Amén de las de más difícil y dilatado aprendizaje, pues requiere una larga práctica o experiencia y, desde luego, una cierta capacidad natural, don o talento innato, que lo hacen en buena medida vocacional.

No se trata por tanto de una función de masas, sino de élites. No por exigencias de una clasista voluntad sindicada de sus integrantes para poner límites a su número, sino por su propia naturaleza.

Paradigma que choca frontalmente con una larga y atávica cultura de dedicación residual a las letras y a la abogacía, si no es posible otra, tan latina y tan hispana, rastro de la decadencia imperial y de una hidalguía abundante y ociosa que con estos estudios cubría la pérdida del tren del progreso científico-técnico y la posición social, reacia a perderse en actividades manufactureras, industriales y comerciales que, mientras tanto y tan tempranamente, hicieron moderna, laboriosa y rica al resto de Europa.

Hasta el punto de que a nadie extrañaba que, mientras cualquier otra facultad o licenciatura era imposible de concluir salvo para unos pocos, los licenciados en derecho, destinados a la alta función de la defensa, a la que podían acceder sin más, crecieran, se multiplicaran y poblaran la tierra entera como si de todos y para todos se tratara.

De modo que se impone poner fin, clausurar, tal deriva con el paradigma de la exigencia de la función. Concibiendo, proponiendo, aceptando y, al fin, imponiendo, que el aprendizaje y acceso al ejercicio de la defensa, es y será duro, difícil, singular y escaso. En suma, preparando una curia parangonable en número a la media de los más avanzados países europeos y en exigencia a la del resto de los operadores jurídicos centrales (jueces, fiscales y cuerpos de élite de la Administración Pública) que, por cierto, tampoco extraña a nadie que sean de difícil acceso y de número escaso y que hoy y precisamente por la necesidad impuesta en la abogacía por tal deriva, constituyen reclamo de excelencia en los más afamados despachos de abogados.

El paradigma del conocimiento
Se trata de poner fin a la errónea parcelación del conocimiento. A esa teoría tan moderna de la especialización a ultranza y desde niveles tempranos de la formación, en una actividad como el ejercicio de la defensa, cuyas exigencias imponen saberes enciclopédicos.

No es posible abordar con un mínimo de exigencia y responsabilidad la formación de los aspirantes a abogados, sin imprimir al sistema una creciente tendencia ilustrada. Sin extender equilibradamente sus conocimientos al conjunto de los saberes. Sin sustentar éstos en su triade capitolina: Las letras, las artes y las ciencias. No ex abundantia. Ex aesentia.

Se trata de la estructura del conocimiento. De llevarlo a su más alto nivel o conocimiento intelectual, de relación. Aquél que permite una comprensión universal de la existencia del hombre, su medio y su civilización. De formar profesionales que puedan trabajar con el derecho como arcilla moldeable y flexible para el hombre y la sociedad. De formar juristas y no burócratas de la norma y de su interpretación ajena, capaces de elaborar derecho con o frente al legislador y al juez. De acabar para siempre con esa aproximación limitada a la parcelita particular del derecho, sustantivo, adjetivo, parte general, parte especial, parte contratante etc. Como en ese espejo patético que nos devuelve Groucho Marx en Una noche en la Ópera.

Y, también, de profesionales íntegros y honestos. De formación ética moderna y exigente, incorporada a sus saberes como conocimiento profundo de la función que ejercen, capaces de integrar e implicarse en la construcción de sus instrumentos corporativos de autorregulación, como algo propio e imprescindible para el ejercicio de su facultad.

Se trata, al fin, de devolver a la abogacía a la aristocracia del conocimiento. De formar filósofo-político-sociólogo-antropólogo-prácticos de las ciencias jurídicas, al servicio de la defensa de la parte y de la sociedad.

El paradigma de la facultad
No existen Facultades de la abogacía. Las llamadas Facultades de Derecho no preparan abogados. Sin embargo, siendo el aserto lugar común de los analistas, nadie propone trasformarlas hasta hacerlas irreconocibles mientras se sigue manteniendo y arrastrando el esquema imperial no superado, en el que dichas Facultades fueron concebidas no para preparar abogados, sino para formar funcionarios en número suficiente para administrar un Estado tan ingente como su territorio y el de sus colonias.

La abogacía se preparaba y se sigue preparando fuera de las Facultades de Derecho. En el mundo. En las calles, plazas, bares, cines, teatros, comisarías, bibliotecas, despachos, tertulias y foros. Y, precisamente y en buena manera, gracias al esfuerzo extra académico realizado por la propia profesión por medio de sus Colegios y de las Escuelas de Práctica Jurídica que, con denodado esfuerzo y bajo el paradigma de la ética arriba señalado, pusieron en pié para subvenir a la necesidad, ocupando el territorio abandonado por la Universidad y los poderes públicos en la más flagrante dejación conocida de la docencia, de una Facultad de la Abogacía, central para la nueva civilización del Estado Moderno en marcha. Abandono que siguió con los Estados Nacionales, con los Estados de Derecho y con los Estados Sociales y que, curiosamente, ahora pugnan por recuperar cuando suena la hora del examen de ingreso, al fin regulado, reivindicando la función ¡como propia!.

Es la hora de poner en pié la Escuela de Abogados. De poner fin a unos estudios escasos, parcelados, de mínimos y solo teóricos. De salvar la sima abierta entre las aulas universitarias y nuestros Hospitales Clínicos o Despachos. De aunar bajo el paradigma de la Facultad, los anteriores paradigmas de la ética, la función y el conocimiento. De solo permitir el acceso al ejercicio de la abogacía, a la colegiación, a aquellos neófitos que, completado un extenso y exigente ciclo teórico, práctico y de experiencia bastante en el ejercicio real de la función de la defensa, debidamente tutelado, acrediten que pueden profesar la abogacía. Que pueden asumir la abrumadora función de patrocinio de un interés particular en conflicto: Al fin, de ciudadanos atribulados y agobiados, pacientes de una herida abierta en su existencia político-cívica o, dicho de otro modo, enfermos de derecho.

E, incluso, concebir e instaurar estadios o estados de colegiación tutelada hasta alcanzar la definitiva o emancipada e independiente. Pues todo resulta posible, debidamente razonado y resuelto.

El paradigma de la cooperación
Una Escuela como la propuesta resulta inviable sin la cooperación de cuantos pueden aportar lo necesario para alcanzar o cumplir todos los propósitos adelantados. Sin sujetarla al paradigma de la cooperación entre la Universidad, los Despachos de Abogados y los Colegios de Abogados. La primera, aportando los saberes y destrezas científicos y de investigación en las más variadas materias y campos, jurídicos y no jurídicos. Los segundos aportando los ya nombrados hospitales clínicos para la realización de unas prácticas verdaderas, no impostadas en modelos y supuestos prácticos ajenos, sustentadas sobre pasantías bajo contratos en prácticas. Y los terceros, aportando la institución rectora de la profesión, los embriones de las escuelas propuestas, la sede de las instancias de formación hasta hoy existentes, por ellos impulsadas durante años, su experiencia, su tradición y su cultura docente en esa preparación para el ejercicio que se pretende.

Paradigma que se va fraguando a la vista de las tendencias que se ponen de manifiesto en el discurrir de los días, a medida que la aprobación de la ley de acceso a la profesión va movilizando a los sectores referidos e impulsa la batalla por la titularidad de la sede y el sello de la Escuela, en cuya disputa pone cada uno de ellos cuanto puede y cuanto tiene. Camino que es de esperar les lleve directa e inevitablemente al paradigma de la cooperación, pues ninguno puede nada sin los demás y pesan por igual.

Por lo que se impone cerrar cuanto antes el capítulo, partiendo de la aceptación de los paradigmas precedentes de los que este es el broche y de la igualdad entre sectores. Haber otras soluciones, haylas, pero no todas son tan buenas ni conducen al mismo sitio.