Ética Juridica y profesional

 

1 de julio, 2019, Rafael del Rosal

El nuevo Código Deontológico de la Abogacía. (I) Preámbulo

Artículo publicado por el autor en el nº 25, julio de 2019, de la revista Iuris&Lex que edita el diario «El Economista», en el que ofrece la primera entrega de sus «Comentarios críticos al nuevo Código Deontológico de la Abogacía», dedicado a su Preámbulo.

Si ya he tenido ocasión de adelantar en este espacio algunas generalidades acerca del nuevo Código Deontológico de la Abogacía Española (en adelante CD) en vigor desde el pasado día 8 de mayo de 2019, me propongo en adelante y dada su trascendencia, ir comentando sus disposiciones y preceptos comenzando en esta ocasión por su Preámbulo.

         Suelen dedicarse tales piezas a presentar el contenido de la norma que preceden, dando cuenta de su naturaleza y sus partes integrantes, así como de los cambios operados en relación con su precedente, si lo tuviere, limitándose su valor normativo al de mero “elemento a tener en cuenta en la interpretación de las Leyes”. (STC 36/1981, entre muchas).

            Ninguna de esas trazas encontrarán en el preámbulo de nuestro Código Deontológico neonato, que transita en un continuo tautológico, enredado en la antigüedad de esa jerga católico/dogmática en la que toda categoría tiene un significado bíblico y salvífico de milenios, que se tiene por revelado por la divinidad, verdadero en la fe y por conocido y aceptado universalmente.

                        De tal modo que la lectura del Preámbulo del nuevo CD produce esa poderosa sensación de congoja que todo jurista ilustrado siente ante los discursos vacíos, sabedor de que, desgraciadamente, suelen pretender ocultar que se está haciendo lo contrario de lo que se pregona.

            Así, es fácil encontrarse en él afirmaciones como ésta, sobre la independencia del abogado, que valga por todas de ejemplo: “tan compleja como unívoca actuación (sic) [de quien ejerce la abogacía proveyendo al cliente de la defensa técnica de sus derechos] sólo sirve al ciudadano y al Estado de Derecho si está exenta de presión, si se posee total libertad e independencia (…) sin otra servidumbre que el ideal de justicia (sic)”.

            De tal modo que semejante galimatías, por lo demás incomprensible, identifica la independencia con la consecución de la inexistencia de presiones en vez de con la obligación (en el Código Deontológico se habla de obligaciones ¿no?) de resistirlas en caso de haberlas en tanto que, heberlas, haylas. Y la “única servidumbre” del abogado con el “ideal de justicia” (que, a propósito, nadie sabe lo que es) en vez de con el Derecho. Imagínense lo que será su total y extensa lectura que, necesariamente, deberán afrontar para ver hasta qué punto se ha degradado la formación humanística, jurídica y retórica del legislador ético de la abogacía y la rara consideración que tiene para con todos nosotros, la abogacía.

            Pero si hay algo decisivo y trascendente, que verdaderamente deja huérfano de sentido al compendio de vacuidades en las que se extiende todo el Preámbulo de nuestro CD, es la carencia de un auténtico, esperado, moderno y definitivo manifiesto para iniciar e impulsar sin tregua un salto real, rotundo, definitivo y justificado, desde ese compendio de “valores acrisolados a lo largo de los siglos” (como lo llama ranciamente!) a una verdadera ley especial de Defensa de la Competencia y Competencia Desleal para el Mercado de los Servicios Jurídicos.

            En efecto, si la gran deserción de nuestras instituciones de autorregulación en el marco estatutario es no haber llevado el EGA no nato de 2013, la definición de nuestros Colegios de Abogados como Autoridades Reguladoras de la Competencia en el Mercado de los Servicios Jurídicos, que ya les reconoce la Ley Paraguas (art. 3.12), con todas sus consecuencias, en el marco regulatorio es no haber llevado al CD la definición y puesta en marcha material de su naturaleza y carácter como Ley especial de Defensa de la Competencia y Competencia Desleal en el Mercado de los Servicios Jurídicos, con todas sus consecuencias de rango, contenido, dimensión y solvencia propias.

            De tal modo que definiéndolo e impulsándolo ya así, habríamos abandonado para siempre esa tradición pseudo-religiosa y pseudo-sagrada y salvífica antigua de nuestro CD, para dar el gran salto a la modernidad reguladora del ejercicio de la Abogacía como una actividad económica especial en el mercado, que no es sino lo que en realidad siempre fue, aunque de forma oculta o desconocida, a expensas del tiempo temprano en el que naciera y de la fuerte impronta religiosa reinante en su primer apogeo con el nacimiento de los Colegios, allá por los años de 1500.

            Todo ello para que nuestra autorregulación institucional y normativa alcanzaran al fin su adulta plenitud, conquistando la supremacía reguladora en el mercado de los servicios jurídicos. Nuestros Colegios, frente a la Autoridad común de la competencia (CNMC) y nuestro CD frente a las leyes comunes de la Competencia (Defensa y Desleal). Y que, con la renuncia a hacerlo, reduce materialmente a nuestros Colegios al rango de mera asociación y a nuestro CD al rango de mero catecismo, aunque de menor estirpe que el famoso y ya periclitado Ripalda.

            Y, para decirlo todo y concluir, cabe señalar que contiene el Preámbulo comentado una alentadora sorpresa, aún no reconocida y también decepcionante como todo él: recupera la obligación de Dignidad en los términos en los que quien esto escribe reivindicara en su Tribuna del nº 11 de la Revista Otrosí aunque, claro, no lo hace en su texto articulado y, por tanto, sin valor normativo alguno.            

Que nadie espere que podamos engañar a alguien que no sea a nosotros mismos.