11 de marzo, 2018, Rafael del Rosal
La ética del abogado
Artículo publicado por el autor en el nº 104, junio 2017, de la revista Abogacía Española, que edita el Consejo General de la Abogacía Española, en el que se acerca de forma sustancial a la ética de la abogacía y de forma estructural y sistemática a lo que debería constituir un Código Deontológico de la profesión de abogado.
El oficio de abogar ha venido generando lentamente y desde antiguo en el abogado unas formas de hacer o maneras de actuar, ligadas a su prestación material, que se fueron incorporando a sus propios requerimientos factuales hasta convertirlo, de oficio, en arte o facultad. Son comportamientos de valor, en tanto que implican una renuncia al interés propio en favor del interés ajeno, se llaman ética y generan una extraordinaria cantidad de confianza social y personal.
De modo que nadie los inventó porque sí, ni son la ocurrencia de un sabio, ni están inspirados por la divinidad, ni tienen finalidad salvífica o de perfección, sino que son hijas de la necesidad, que imponen el trascendente objeto del propio oficio de abogar y la dignidad humana, tanto de quienes lo practican como de a quienes aprovecha.
Porque ese objeto y esas dignidades humanas compartidas conviven en el territorio personalísimo de la defensa de la propia vida, de la libertad, de la integridad física y la salud personal, del patrimonio, de los afectos y de todos los demás derechos protegidos, situado casi a flor de piel y en esa intimidad personal a la que no dejaremos que nadie se acerque si no pertenece a nuestro círculo de máxima confianza y en el que precisamente puede y consigue ingresar el abogado con sus conductas de valor, que tanta generan y que practica con tal fin.
Conductas éticas del abogado que se mantienen así hasta hoy, porque son ya parte inseparable de sus artes y sin ellas resulta absolutamente imposible abogar. Hasta el punto de que en un momento dado de su historia se convirtieron en normas y, más tarde, en Códigos sujetos a disciplina que, con su ofrecimiento y aceptación colegiada profesamos como regla al ingresar en nuestra orden, haciendo de nuestro oficio de abogar profesión y a los abogados profesionales.
No se han quedado anticuadas porque no son hijas del tiempo sino del oficio, ni se pueden derogar a voluntad si no es para nuestra vergüenza. De tal modo que sólo cabe respetarlas y, acaso, aumentarlas al compas de nuevos inventos jurídicos que abran exigencias no conocidas hasta hoy, como el advenimiento de las Sociedades Profesionales de la Abogacía y su incorporación plena a la competencia económica, haciendo de nuestros Códigos éticos, sencillamente, nuestra ley especial de la competencia en el mercado de los servicios jurídicos.
Los Principios éticos fundamentales
Acaso lo más importante de ellas sean sus principios fundamentales, inspiradores y genéticos, desgraciadamente hoy desaparecidos de nuestro Código vigente –en delante CD- y al que deberían regresar porque iluminan sus tipos disciplinarios, su cumplimiento, su aplicación y su interpretación. Son comunes a todas las profesiones y son cinco.
Como no podía ser de otro modo, los tres primeros son expresión directa de los estadios o factores de la respuesta ética del ser humano: la Honestidad, la Integridad y la Dignidad. Y los dos siguientes, dos manifestaciones casi normativas de los tres anteriores en dos direcciones comprensivas de los dos puntos de apoyo del ejercicio de la profesión: el ser humano como justiciable y la remuneración de los servicios prestados: el Desinterés y la Vocación de Intervención.
Su formulación es clara y sencilla:
a) La Honestidad.- El abogado será honesto para identificar lo que sabe y el poder de actuación que le otorga su ciencia en el caso concreto si adecua a ella sus decisiones facultativas, sin atender a intereses espurios, propios o ajenos.
b) La Integridad.- El abogado mantendrá la honestidad llevada a la acción e identificará todas sus actuaciones facultativas con aquellas convicciones que hubiera alcanzado con su ciencia, previa y reflexivamente desde su honestidad, sin romperse haciendo cosa distinta por circunstancia alguna.
c) La Dignidad.- Motor de la ética o fuerza y voluntad de honestidad e integridad, el abogado identificará siempre que todo lo que quiere hacer y hace facultativamente al abogar, lo hace por otro ser humano, centro de su función con el que comparte, con toda la humanidad, la voluntad irrestricta de supervivencia civilizada en el Derecho. Lo que incluye a la contraparte, a la que evitará todo abuso.
d) El Desinterés.- El abogado ejercerá su función con olvido de su propio interés en favor del interés facultativo de su cliente, realizando su intervención profesional porque la necesita un ser humano y no porque tenga precio, sin perjuicio de su derecho a vivir de su trabajo prestándola de forma remunerada.
e) La Vocación de Intervención.- El abogado viene llamado a prestar sus funciones siempre que un ser humano lo necesite, porque a ello le avocan su ciencia y la conciencia del poder exclusivo que le otorgan sus artes facultativas, sin perjuicio de su derecho a declinar su intervención siempre que la necesidad no sea imperiosa o perentoria y siempre que existan condiciones para ser sustituido por un colega.
Si los tres primeros nos ayudarán a formular las normas éticas elementales, no será necesario señalar a ningún abogado que el Desinterés -que se mantiene aún como obligación ética en el art. 1 del Código Deontológico de los abogados de París- y la Voluntad de Intervención, chocan de frente con todas esas referencias al principio de “autonomía de la voluntad” de nuestro derecho civil común, que ha empezado a colarse en nuestro CD (arts. 13.3 ó 15), al que es ajeno, como nos recuerdan sin cesar el gran Atticus Finch (“Matar un ruiseñor” –To kill a mockinbird-. Robert Mulligan 1962) o James Donovan (“El puente de los espías” –Bridge of Spies. Steven Spielberg 2015).
Lo que nos lleva al meollo de la cuestión, que no es otra cosa que determinar la naturaleza de las normas deontológicas y hace que podamos denominarlas “éticas” o de valor, explicando las razones por las que el abogado (las profesiones en general) tenga que recurrir a ellas para alcanzar la confianza necesaria, que le permita llegar hasta el umbral de la intimidad de otro ser humano para ejercer su función (a los médicos incluso dentro).
Las Normas Éticas Elementales
Caracteriza a las obligaciones deontológicas, como ya se adelantara, que implican compromisos y exigencias para el abogado que van más allá del derecho común, de manera que si son normas jurídicas iguales a las demás por su estructura, son normas jurídicas especiales por su finalidad, que no es otra que generar más confianza que la generada por el derecho común, pues si así no fuera y existiendo aquél no serían necesarias.
Pero, sobre todo, por sus contenidos, que hacen que toda norma deontológica consista en la renuncia del profesional a un derecho común que le asiste para cederlo en favor de su cliente a cuyo derecho común acrece. Motivo por el que lícitamente la denominamos “ética” -o de valor– precisamente por el desinterés o renuncia que encierra y por el que debemos considerar que constituye un verdadero contra-negocio jurídico.
Ejemplo paradigmático de lo cual viene a ser el artículo 13.12 del Código Deontológico de la Abogacía Española -CD- por el que los abogados se obligan a no retener la documentación de su cliente y les permitiría el art. 1730 C.c., para retener en prenda las cosas que son objeto del mandato mientras no sea reembolsado de sus honorarios y gastos.
Pero que, en general, viene constituido precisamente por la renuncia al principio general de autonomía de la voluntad y al de presunción de onerosidad del mandato de dedicación habitual, que los principios fundamentales de desinterés y de vocación de intervención imponen.
También compartidas por el resto de las profesiones, las normas éticas que se desprenden de los Principio Éticos Fundamentales señalados se limitan a cuatro que, por eso, denomino elementales o algo así como “los cuatro elementos”: La Independencia o deber de lealtad al interés defendido y a su licitud; la Diligencia o deber de cuidado y entrega en la defensa; El Secreto o deber de confidencialidad; y la Dignidad o deber de respeto.
Su formulación sucinta vendría a ser algo así:
a) La obligación ética de Independencia o deber de lealtad.- Que llama y exige al abogado en el desempeño de su función profesional a preservar y a mantener su lealtad, en ciencia y conciencia, a sus convicciones y conocimientos facultativos para la determinación del interés de la defensa -de acuerdo con la lex artis de la abogacía- y la licitud del mismo, anteponiendo su defensa a cualquier otro interés, criterio o voluntad, incluso personales.
b) La obligación ética de Diligencia o deber de cuidado.- Que llama y exige al abogado a evitar todo daño al interés de la defensa en el desempeño de su función, por no actuar con las debidas prevención, agilidad y precisión facultativas y con olvido de todo acomodo o por hacerlo sin adecuación de su intervención facultativa a los conocimientos científicos y técnicos propios de la lex artis de la abogacía en su estado más avanzado de desarrollo en el momento de ser aplicados, en cuyos contenidos y práctica se mantendrá instruido al día con actividades de formación permanente.
c) La obligación ética de Secreto o deber de confidencialidad.- Que llama y exige al abogado a guardar secreto de todo aquello que sus clientes le revelen de sí mismos o conozca de ellos o de otros como consecuencia del ejercicio de la profesión en su atención o tratamiento, que tenga carácter confidencial, protegiendo la dignidad, intimidad y privacidad personal de sus clientes y de cuantos tengan relación con ellos o con los motivos por los que tiene confiada su defensa. Y,
d) La obligación ética de Dignidad o deber de respeto.- Que llama y exige al abogado a ejercer dignamente las artes facultativas del asesoramiento y defensa jurídicas, preservando su propia dignidad, la de sus clientes, la de la profesión y la de todos los seres humanos sin distinción a los que, por el mero hecho de serlo, dispensará su máximo respeto y consideración personal así como sus mejores cuidados facultativos en caso de necesitarlos, más allá de su propio interés y de la autonomía de su voluntad contractual y con la voluntad irrestricta de prestárselos con todos los medios a su alcance en ciencia y conciencia, desde lo que es como ser humano y sabe como profesional de la abogacía. Respeto y consideración que necesariamente se extenderá a la parte adversa, a los compañeros de profesión, a las instituciones de la abogacía, a los jueces y tribunales y a cuantos intervengan en la administración de justicia.
Las Normas Éticas Comunes
Las cuatro obligaciones éticas elementales recién señaladas, alcanzan a todos los ámbitos a los que se extiende el desempeño de la función de abogar o su influjo necesario, en cada uno de los cuales se abren en un conjunto de deberes específicos y propios de dicho ámbito normativo.
Son ámbitos normativos de afectación ética de la abogacía los siguientes:
a) La gestión económica y empresarial del ejercicio profesional. (Honorarios, publicidad etc.)
b) La relación con el cliente o usuario.
c) La relación con la parte contraria
d) La relación con los compañeros de profesión.
e) La relación con otros profesionales de la justicia.
f) La relación con los juzgados y tribunales.
g) La relación con el Colegio u otras instituciones profesionales.
h) El ejercicio de cargos institucionales electivos de la profesión.
i) Las actividades docentes de la abogacía.
j) Las actividades investigadoras del derecho.
k) La función arbitral.
l) La actuación de las Sociedades Profesionales titulares de las empresas de la defensa o despachos.
Los deberes éticos que impone cada una de las cuatro obligaciones éticas elementales, en cada uno de los ámbitos de afectación recién señalados no caben aquí pero, con más o menos acierto vienen recogidos en el CD vigente, aún y faltando algunas o el desarrollo de bastantes de entre ellas. Siendo en todo caso de señalar que ni en el CD vigente ni en el Estatuto General de la Abogacía no nato de 2013, están previstos los ámbitos de afectación ética señalados en las letras a), e), h), i), j), k y l).
Aunque lo verdaderamente importante al respecto sea, desde luego, que se sepa identificar cuál de las obligaciones éticas elementales desarrolla cada uno de los tipos disciplinarios en el ámbito de afectación al que viene adscrito. Por ejemplo, que la prohibición de defender intereses contrapuestos que aparece en el ámbito de las obligaciones respecto de nuestro cliente, se corresponde con la obligación de independencia, etc.
El problema de la tipicidad y de la sistemática.
Como ya se dijo en la introducción, estos comportamientos que nacen originariamente y de forma espontánea de la necesidad, se codifican cristalizando en normas y, más tarde, componiendo Códigos Deontológicos sujetos a disciplina. Lo que, con la evolución del Derecho hasta nuestros días tiene unos requerimientos que estamos lejos de cumplir.
El primero de ellos la tipicidad, exigida por el principio de legalidad del art. 25 CE y de la que continuamos renegando amparados en el alivio prestado hasta ahora por la jurisprudencia de nuestros altos tribunales y en la supuesta minoración del mismo que implican la relaciones especial sujeción. Inventos estupendos de los jueces en nuestro socorro en los albores de nuestra vigente democracia, pero insostenibles hoy desde la responsabilidad.
De suerte que debemos tipificar nuestras obligaciones éticas con el mismo rigor que lo hace el Código penal sin que acabemos de encontrar argumento alguno en contra. Es lo que acabo de hacer más arriba con la obligación de Diligencia que aparece más de veinte veces en nuestro sistema regulador sin que en ningún sitio diga cómo se infringe y cuáles son sus elementos del tipo objetivo y subjetivo.
Fugas de la tipicidad que no se reducen a su falta pura y dura, sino que se extienden a formas encubiertas, como la remisión al derecho común ya señalado (principio de autonomía de la voluntad), a la tipificación de problemas secundarios (presentación de factura) para obviar problemas centrales (rendición de cuentas) y, finalmente, a las dispensas, que proliferan para nuestro sonrojo por los textos normativos, después de alardear de independencia.
Lo que cabe decir de la sistemática, para poner fin a la falta de comprensión y coherencia de nuestro actual universo ético del abogado, al que no sólo falta un hilo conductor sino un orden que ayude a la comprensión, interpretación y aplicación del conjunto. Problema de fácil solución si se acaba siguiendo con el desarrollo de lo expuesto hasta aquí.
Una introducción para explicar que son nuestras normas éticas, abriendo el texto normativo los ámbitos objetivo y subjetivo, después los cinco principios fundamentales, después las normas éticas elementales y, luego, los tipos de cada ámbito de afectación ética, estructurados dentro de cada uno por su norma elemental de referencia. Y todo ello, bien y honestamente tipificado. No parece difícil.
Habrá alguna reticencia por su longitud pero será fácil disolverla si se repara en que se trata de nuestra verdadera ley especial de la leal competencia en el mercado de los servicios jurídicos y debe ser parangonable con las comunes, dejando ya de ser un librito de jaculatorias.