Ética Juridica y profesional

 

21 de febrero, 2020, Rafael del Rosal

El nuevo Código Deontológico de la Abogacía. (VI) Art. 4

Artículo publicado por el autor en el nº 31, febrero de 2020, de la revista Iuris&Lex que edita el diario «El Economista», en el que ofrece la sexta entrega de sus «Comentarios críticos al nuevo Código Deontológico de la Abogacía», dedicados a su artículo cuatro.

Con idéntico texto que su correlativo del Código Deontológico –CD- derogado, salvo las necesarias correcciones léxicas impuestas por el lenguaje inclusivo de género, el artículo 4 del nuevo y vigente CD, es y fue desde sus inicios, un precepto absolutamente innecesario, que debe ser sustituido por el que luego se dirá y que, si tuviéramos que ponerle nombre, podría ser como el de aquella serie de televisión de los años 90 de la que, posiblemente, lo mejor era su título: “La casa de los líos”.

            En efecto, pues se trata de un alocado montón de palabras, de esas que parece que tienen sentido pero cuyo encuentro y discurso carecen absolutamente de justificación, de finalidad, de concierto y de sustantividad propia y que, una vez leído todo el Código, si se vuelve sobre ellas, se queda uno pensando y repensando qué es lo que de verdad persiguen allí y así colocadas, como si estuviéramos oyendo uno de aquellos divertidos discursos del genial Cantinflas.

            Lo que, si ocurre con sus palabras, igualmente ocurre con sus apartados de los que destaca su absoluta falta de relación y tratamiento sistemático unitario, hasta terminar suscitando en el dilecto lector una clara percepción de que se trata miembros separados de otros cuerpos y pegados en éste a modo de Frankenstein, para terminar componiendo un monstruo ético-juridico de pesadilla.

            En realidad lo que le ocurre es que viene a constituir el máximo exponente en todo el CD, de la confluencia de esas tres deficiencias principales que padece y que  ya apuntara en los comentarios precedentes a otros preceptos del mismo: la falta de sistemática, la falta de tipicidad y la falta de conocimiento o estudios exegéticos de nuestras normas éticas.

            De modo que para poner orden en tamaño desconcierto, deberemos comenzar por señalar, en un esfuerzo de arqueología jurídica, que para comprender su propio título y su apartado primero, resulta necesario remontarse hasta las versiones de nuestro CD anteriores a junio de 1995, entre cuyos “Principios Fundamentales” (art. 1º.3) podía leerse, bajo el rótulo “Integridad”, que “El abogado debe ser honesto, leal, veraz y diligente en el desempeño de su función y en la relación con sus clientes, colegas y tribunales, observará la mayor deferencia y evitando con los mismos posiciones de conflicto”.

            Apartado que, al desaparecer del CD del año 2000 los “Principios Fundamentales” citados, vino a propiciar con su texto este artículo 4, que pervive íntegro desde entonces sin otras modificaciones que las señaladas en el encabezamiento y que copia éste en su título y en su apartado primero, limitando sin justificación sus virtudes al cliente y transformando la prohibición de conflicto personal en la de conflicto de intereses.

            Su redactor sin embargo, no sólo rescató el viejo principio para llevarlo a un nuevo precepto propio sino que, para darle su inane teatralidad, lo sazonó con la “confianza”, para convertir ésta en la exigencia ética unitaria del mismo. Finalidad que alcanzó pegando un tijeretazo (Frankenstein?) al artículo 6.2 del mismo CD de 1995, dedicado a las “Relaciones con los clientes”, que establecía que “La relación del abogado con el cliente tiene que fundarse en una recíproca confianza” y, sencillamente, lo pegó al viejo Principio Fundamental para construir una cosa ética que no se sabe bien si es carne o pescado, si exige lealtad o exige diligencia, si la confianza es una obligación ética o sólo la descripción del vínculo del contrato para la defensa.

            Y no contento aún con el galimatías desatado con el párrafo 1 de marras, le dio vueltas a la forma de completar el collage iniciado y, gustándose sin freno, decidió tirar por el camino de la lealtad para, rompiendo la unidad y sistemática del precepto,  desembocar en la prohibición de la “Defensa de intereses contrapuestos”, con dos párrafos traídos también de las “Relaciones con los clientes” y ampliamente regulados allí, doblando de forma absolutamente innecesaria y parcial los tipos de injusto allí contemplados.

            Lo que finalmente nos conduce a la conclusión de que en ese artículo sobra todo salvo la palabra “Diligente”. Por tratarse de una de las cuatro obligaciones éticas elementales de la abogacía que, junto con la de Dignidad, no tienen precepto unitario propio en el arranque del CD como el Secreto y la Independencia y a ella debería dedicarse este precepto, bien pensado y bien construido el tipo y las formas de su quebranto.

            Y sobra todo lo demás, salvo en lo dicho, por cuanto su párrafo primero debe regresar a un nuevo artículo inicial dedicado a todos los principios éticos fundamentales, bien pensados y construidos y no en esa jerga de palabras sin sentido determinado. Y sus párrafos segundo y tercero deben integrarse en el precepto del que nunca debieron salir dedicado a la prohibición de la defensa de intereses contrapuestos, hoy en el artículo 12.C del CD vigente.

Ah! y la “confianza”, aparte su trasunto jurídico “la buena fe”, no es una exigencia ética, como lo es la de Independencia o lealtad. Es un don deseable de conservar, que normalmente es el resultado de cumplir las exigencias éticas de la profesión, pero que a veces se gana sin cumplirlas y, a veces, se pierde aún cumpliéndolas.