Ética Juridica y profesional

 

30 de mayo, 2008, Rafael del Rosal

La relación jurídica abogado-cliente: ¿arrendamiento o mandato?

Este artículo apareció publicado en el número 25, 3ª época, abril 2001 de la Revista OTROSÍ que edita y publica el Colegio de Abogados de Madrid. Posteriormente fue incluido en el capítulo II del libro Normas Deontológicas de la Abogacía Española, bajo el título La Naturaleza jurídica de la relación abogado-cliente. Ofrece un análisis en profundidad de la relación jurídica abogado-cliente, para mantener contra corriente su encuadramiento en el contrato de mandato.

La relación con el cliente constituye el segundo entorno elemental del abogado pues la aceptación de todo encargo profesional es la que lo constituye en Abogado-Defensor, instituto jurídico en el que se residencia la función de la defensa investido de las prerrogativas de libertad e independencia, sujeto a responsabilidad deontológica, y hoy inserto en el bloque de constitucionalidad por los cauces del art. 24.2 de la CE y 436 LOPJ.
Con la entrada en vigor del Código Civil de 1889 comienza la moderna discusión sobre el carácter o naturaleza de la relación que une al abogado con su cliente como consecuencia de la aceptación del encargo, que va a afectar de forma directa a la deontología profesional por resultar determinante a la hora de establecer los límites de la obligación de Diligencia.

Arrancado el siglo XX y de la mano de la jurisprudencia se instauró la moda de extender a dicha relación la naturaleza jurídica propia de los arrendamientos, situando la función de la defensa en sede locaticia como contraprestación en el seno de un contrato bilateral, y convirtiendo en definitiva al abogado en un “prestador de asesoramiento jurídico de alquiler”. Calificación que no solo no ha producido rechazo alguno en el seno de la profesión, cuyos miembros se vienen mostrando encantados con su estado de “personas usadas en régimen de inquilinato”, sino que tampoco lo produjo entre la doctrina científica abandonada a los aires del Tribunal Supremo.

La calificación del contrato que une al abogado con su cliente como contrato de arrendamiento de servicios, se desprende, entre otras, de las sentencias del Tribunal Supremo de 16 de febrero de 1935 (R.462), 6 de octubre de 1989 (R.6891), 25 de mayo de 1992 (R.4378), 17 de noviembre de 1995 (R.8735), y 15 de noviembre de 1996 (R.7977). Calificación que considera el propio Tribunal más moderna en relación con la posición doctrinal por él mismo mantenida en sentencias de primeros del siglo XX (14 de junio de 1907, 25 de febrero de 1920, y 22 de enero de 1930), que consideraba dicha relación como propia del contrato del mandato, y que sufrió un giro determinante en la primera de las citadas, del año 1935, para tomar el camino del contrato de arrendamiento.

Doctrina en la que, seguida en general por las Audiencias Provinciales, solo se acierta a encontrar dos excepciones. La una, en la sentencia del propio Tribunal Supremo de fecha 15 de diciembre de 1994 (Ponente Sr. Santos Briz), que apunta la ambigua y dubitativa doctrina de que la relación jurídica que une al abogado con su cliente puede encuadrarse tanto en el arrendamiento de servicios como en el mandato. Y la otra, de la Audiencia Provincial de Albacete que, en línea con la precedente, establecía que la relación jurídica del abogado con el cliente en un proceso concreto ni puede reducirse al tipo contractual del arrendamiento de servicios ni al de mandato retribuido.

Lo decisivo para determinar la naturaleza jurídica del contrato de prestación de servicios entre abogado y cliente, siguiendo la doctrina acuñada por García Valdecasas en su opúsculo “La esencia del mandato” (Revista de Derecho Privado de 1944, págs. 769 y sigs.) en el que venía a resolver la ya clásica polémica en orden a deslindar el contrato de arrendamiento de servicios y el de mandato, de la que saliera triunfante el citado al recibir el respaldo de lo más granado de los autores y del Tribunal Supremo, entonces presidido por Castán Tobeñas, es si en virtud de la relación contractual el abogado “sustituye” o no al cliente en la actividad propia del objeto del contrato, de modo que en el supuesto de que así lo haga nos encontraríamos en el ámbito del mandato y, en caso contrario, en el del arrendamiento. Criterio de delimitación al que cabe añadir el señalado por el siempre solvente y elemental Puig Brutau en su obra “Fundamentos de derecho Civil” (Bosch. Barcelona, 1982), que residencia el criterio de la distinción entre ambos en el contenido de la actividad, de modo que en el mandato, el mandatario gestiona frente a terceros intereses del mandante en el seno de una relación triangular, mientras que en el contrato de arrendamiento las prestaciones se realizan directamente a favor del principal, que gestiona sus propios asuntos aunque para ello se ayude con servicios de otros, en el seno de una relación bilateral.

Siendo claro con carácter general, y salvo excepciones que deberán estudiarse aparte, que el objeto del contrato de prestación de servicios jurídicos es la defensa jurídica, la aplicación de los anteriores criterios impone determinar con carácter previo qué sea ésta, siendo necesario señalar los siguientes elementos:

1) La defensa jurídica no es una actuación o prestación que se consuma instantáneamente o en un solo acto, por dilatado que éste fuera, sino que es un proceso o cadena de actuaciones, judiciales, extrajudiciales o mixtas, que se desglosa en múltiples actos y se desarrolla en múltiples direcciones, con una dinámica dialéctica en la que cada actuación genera una reacción que a su vez hay que contestar y así sucesivamente. Pudiendo afirmar que se trata de un auténtico negocio complejo y normalmente prolongado, cuyo seguimiento y dirección reclaman una permanente sucesión de decisiones y actuaciones que, en estricta técnica, deben denominarse en su conjunto como propias de una auténtica “gestión”. Por lo que podríamos definirla como la gestión de un negocio constituido por la solución de un conflicto a favor de un determinado interés.

2) Esa gestión de la defensa no es una actividad ajena al justiciable, titular del interés en conflicto, sino que constituye una facultad de su círculo individual más íntimo, privativa de su propia personalidad jurídica, de la que es titular y que está llamado a ejercer de un modo directo e inmediato sin que pueda venir obligado a cederla, si no es o por propia voluntad, o por imperio de la ley. Pues viene integrada en lo que la doctrina viene denominando defensa material, o derecho fundamental titularidad del propio justiciable y prevalente que, como estudia el abogado Manuel Fernández Fontecha en el artículo titulado “Constitución y asistencia legal” (Ver OTROSÍ nº 140, julio-agosto 1998, 2ª época, pág. 9), “se manifiesta en jurisdicciones de nuestro entorno al permitir con mayor generosidad que en el sistema español el derecho a la autodefensa, examinando (…) caso por caso si debe ser complementado con la colaboración de letrado, pero en todo caso respetándolo como un derecho fundamental asumible por el titular…”.

Y manifestación del cual, al fin, no es sino el sin número de actuaciones no ya extrajudiciales, sino incluso judiciales o procesales que puede realizar personalmente el justiciable sin necesidad de ser asistido en la gestión de su propia defensa.

Dicho esto, lo que el cliente pide al abogado cuando le encomienda su defensa, no es que le vaya “sirviendo” o entregando los conocimientos o productos científicos necesarios para poder dirigir él mismo su propia defensa. Lo que pretende y desea, es que el abogado realice en su lugar una tarea que es propia del cliente y de la que éste es genuino y originario titular, consistente en que asuma la responsabilidad de conducir (dirigir) frente a terceros las actuaciones necesarias, incluidas las propias, para el mejor fin de su interés en la contingencia de un conflicto jurídico. Es decir, que asuma en su interés su propia facultad de gestión de ese negocio que viene constituido por el conflicto mismo, y que lo haga como si fuera el cliente mismo. En una palabra y en la terminología de García Valdecasas, que lo “sustituya” en la conducción, dirección o gestión de su propia defensa.

De suerte que, en la terminología de Puig Brutau, la actuación de gestión de la defensa que vendrá llamado a realizar el defensor en virtud del encargo aceptado lo será, triangularmente, en interés del cliente y en sustitución de éste frente a terceros, de forma que sus resultados, aunque aprovecharán al cliente, no los recibirá éste en forma de prestaciones directas o “productos” que le aprovechen en sí mismos y con carácter inmediato.

La cesión de esa gestión viene sometida de facto a las siguientes condiciones:

a) La confianza es la bese sustancial del contrato.
b) Podrá ser onerosa o gratuita, presumiéndose onerosa si nada establecen las partes, dada la dedicación habitual del abogado a la defensa jurídica.
c) Podrá tener o carecer de representación.
d) Podrá ser expresa o tácita.
e) El abogado tendrá plena independencia para las decisiones estrictamente técnicas, y deberá someter a la aceptación de su cliente las decisiones trascendentes o fundamentales, que impliquen la continuidad o cesación en la gestión del conflicto, o de hitos procesales importantes, o gastos especiales o cuantiosos, o la adquisición de compromisos sustantivos o adjetivos del cliente etc.
f) El abogado no responderá del resultado de la gestión, pero incurrirá en responsabilidad de no ejecutarla con sujeción a las exigencias técnicas propias de la actividad de la defensa.
g) El abogado deberá rendir cuentas de sus operaciones y abonar al cliente cuanto haya recibido en virtud de su gestión.
h) El abogado podrá sustituir el encargo de la defensa salvo prohibición expresa del cliente.
i) El cliente deberá abonar al abogado la retribución procedente, reembolsarle los gastos y resarcirle las pérdidas o daños que le hayan sobrevenido como consecuencia de la gestión de la defensa, anticipando las cantidades necesarias para hacer frente a todo ello.
j) La relación entre cliente y abogado se extinguirá por el transcurso del tiempo convenido, por la finalización del conflicto por sentencia o transacción, por revocación unilateral del encargo por el cliente, y por renuncia unilateral del abogado a continuar con la defensa.

A la vista de esas características y si acudimos a los artículos 1709 y sigs. del Código Civil, de la jurisprudencia que los interpreta y de la doctrina científica que los analiza, será de todo punto imposible que pueda concluirse algo que no sea que la relación descrita es un propio y auténtico contrato de mandato, muy especialmente por ser un contrato unilateral y no bilateral aún siendo remunerado, pues la prestación de defensa del abogado, como la del mandatario, no la recibe el cliente aunque le aproveche, sino terceros ante quienes le sustituye en dicha actividad por causa de la confianza.

Sin embargo, tanto la jurisprudencia con las excepciones referidas, como la doctrina científica y, lo que aún es más sorprendente, como la inmensa mayoría de la profesión, vienen manteniendo que se trata de un contrato de alquiler, origen de obligaciones bilaterales, como si el cliente recibiera algo directamente del abogado a cambio de un precio, para luego dirigir él mismo su propia defensa frente a terceros.

Pero lo más grave, si es que ya no lo es mantenerse ciego ante realidades tan evidentes, es que el fenómeno no queda ahí. Lo más grave es que manteniendo que se trata de un contrato bilateral de arrendamiento, mantienen sin embargo que no resultan aplicables al mismo las reglas que regulan los contratos bilaterales sino ¡las del contrato unilateral de mandato!, “inventándose” de facto un contrato de arrendamiento nuevo y no previsto en el Código Civil que ¡mirabile dictu! tiene una regulación idéntica que la del mandato, pero que no es un contrato de mandato sino de arrendamiento.

Operación que vemos hacer al Tribunal Supremo, por ejemplo, en su sentencia de fecha 6 de octubre de 1989 (R.6891. Ponente Excmo. Sr. Albácar López), de entre las arriba señaladas, cuando califica la relación entre abogado y cliente como propia del contrato de arrendamiento, y se encuentra con el problema de si procede o no su “resolución” unilateral por voluntad del cliente. Pues en lugar de establecer que dicha resolución es posible porque no es tal resolución sino la revocación propia de un contrato de mandato, no bilateral, determinada por la pérdida de la confianza del cliente en su defensor, modificando a renglón seguido la calificación del contrato para establecer que es un mandato y no un arrendamiento, continúa manteniendo que la calificación como arrendamiento es correcta y que la resolución es posible “… por la consideración acertadamente vertida por los órganos de instancia del carácter intuitu personae que ha de reconocerse a los servicios prestados por los letrados a sus clientes, basados primordialmente en la confianza que éstos depositan en aquellos y que puede serles retirada en cualquier momento sin que las normas colegiales impongan otro requisito para ello que el abono previo de los prestados…”; forzando la regulación sustantiva del contrato de arrendamiento, e inventándose un contrato locaticio “intuitu personnae”, que pierde por tal motivo su carácter bilateral para convertirse en unilateral, del que no se tiene noticia en los anales de toda doctrina civilista, cuando la relación que el propio tribunal está describiendo está regulada ya en el Código Civil aunque, claro está, en sede de mandato y no en sede de arrendamiento.

Operación que se repite, esta vez en la sentencia de la Audiencia Provincial de Málaga de fecha 26 de abril de 1996 (ponente Ilmo. Sr. Arroyo Fiestas), que cita como referencia en su apoyo la STS de 4 de julio de 1984, y la SAP de Barcelona de 8 de enero de 1993 cuando, sentando como premisa ineluctable que la relación entre abogado y cliente debe ser calificada como de arrendamiento de servicios (Tribunal Supremo dixit), se encuentra con el problema de que las partes no habían pactado previamente el “precio del alquiler” del abogado, y el cliente mantenía frente a la reclamación de su defensor que no le debía los honorarios reclamados por cuanto éste lo había defendido por liberalidad en aras de la relación de amistad que les unía. De nuevo, en lugar de acudir al mandato y a la presunción de onerosidad que establece el art. 1711 del C.c., cambiando la calificación del contrato que les unía, la mantiene reverencialmente como arrendamiento volviendo a inventarse una teoría que fuerza la regulación de éste, según la cual y frente a la clara y nítida redacción del art. 1544 C.c. sobre la necesidad de precio cierto en el arrendamiento, entiende el Tribunal que “No es indispensable la fijación del elemento del precio al tiempo de la celebración del contrato de arrendamiento de servicios, normalmente determinable por la costumbre o con arreglo a la equidad y sobre todo acudiendo a las pautas orientadoras que proporcionan las tarifas corporativas…” (¡).

El empeño de la curia por calificar la relación que nos ocupa como arrendamiento frente a cuanto queda expuesto debe tener un origen, pero su determinación me ha resultado imposible al no encontrar en sentencia alguna un “obiter dicta” que resulte de un estudio a fondo del problema.

Y el empeño por desentrañarlo solo ha logrado conducirme a la especulación de que el secreto pueda esconderse en la venerable Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 que situaba al Procurador como mandatario del justiciable (art. 5), y como gestor de su defensa, impidiendo con ello aparentemente que pudiera incluirse al abogado en el mismo ámbito del mandato, si se tenía en cuenta que ambos concurrían en auxilio del justiciable pero con funciones distintas y perfectamente diferenciadas, y que éste quedaba relegado a mero hacedor de escritos para “servirlos” al Procurador por el cliente, verdadero y único gestor de la defensa del justiciable, y único responsable de la misma, y en mero hacedor de informes orales para “servirlos” al cliente en el acto del las vistas.

Esquema que por otra parte conserva la nueva LEC corregido y aumentado, a la vista de sus arts. 26.2.2º y 27 que, aparentemente también, refuerzan la calificación como contrato de mandato de la relación jurídica que une al Procurador con el justiciable, especialmente con la aparición de su art. 27, inexistente en su antecesora, que se remite expresamente al mandato como derecho supletorio de la relación del procurador con su cliente.

Si es que acierto y es en sede adjetiva donde se esconden los secretos del extendido y ya añejo empeño por convertir al abogado en un sabedor de leyes de alquiler, para deshacer el entuerto será necesario, en primer lugar, reparar en que la LEC no es la norma sustantiva destinada a regular las relaciones jurídicas, y que aún cuando dibuje una función procesal para el Procurador, ello no quiere decir que esté regulando una relación sustantiva, ni presuponiendo cualquier otra relación jurídica, y no desde luego la del abogado.

En segundo lugar que desde hace ya decenios la realidad social ha devenido a ser bien diferente a la que contemplara el legislador adjetivo en el año 1881, época en la aún los ciudadanos con problemas jurídicos acudían directamente al Procurador al que encomendaban su defensa, siendo éste el que la gestionaba buscando, entre otras cosas, al abogado adecuado para la misma, y al que encomendaban exclusivamente la realización de aquellas actividades propias del abogado que eran necesarias para el desarrollo del pleito, realizando el Procurador solo o asistido del abogado u otros profesionales las restantes, manteniendo el cliente todas sus relaciones exclusivamente con el procurador.

Pero pronto, en un tiempo pretérito indeterminado del siglo XX, los ciudadanos con problemas jurídicos dejaron de acudir al Procurador cuya existencia desconocían en su mayoría, para acudir directamente al abogado al que encomendaban, directamente ya, todo cuanto tuviera que ver con su defensa y el cual se ocupaba, entre otras cosas, de elegir al Procurador si era necesario, para que éste realizara las funciones de representación procesal que la ley le encomendaba, al cual en la mayoría de los casos jamás llegaba y llega a conocer el justiciable que se relaciona exclusivamente con el abogado. Lo cual ocurre cada vez con más intensidad, por más que la nueva ley rituaria se haya explayado en conferir al procurador funciones de mandatario con más intensidad incluso que su predecesora.

Pero en tercer lugar, y entrando en el fondo de la cuestión, lo que está meridianamente claro es que, partiendo de lo anterior, el hecho de que a la relación del Procurador con el cliente se le pueda aplicar la regulación del mandato, ex arts. citados de la nueva o la antigua LEC, no quita ni pone absolutamente nada para que la relación del abogado con el cliente en los términos en los que actualmente y desde hace ya decenios se establece, sea una relación de mandato. Porque en ningún sitio dice que el justiciable no pueda tener dos mandatarios: el uno general al que encomienda toda la gestión de su defensa en los términos estudiados hasta aquí, que será el abogado; y otro, que será el Procurador y que normalmente elegirá y nombrará el abogado por sustitución (ex art. 1721 C.c.) que tendrá encomendadas exclusivamente las funciones específicas de representación procesal que determina la LEC para dicho profesional.

Sin que el otorgamiento de representación al Procurador, o a ambos, modifique en absoluto la relación de mandato con el cliente de ninguno de ambos profesionales, desde el punto y hora en el que hace ya muchos años que la doctrina aclaró que el mandato y la representación eran dos negocios jurídicos distintos, autónomos, y en modo alguno determinantes el uno del otro ni necesarios mutuamente para su existencia. Del mismo modo que tampoco modificará la relación de mandato ni la de representación de ambos profesionales con el cliente el hecho de que sea necesariamente el Procurador el que haya de ejercerla en aquellos procedimientos en los que así lo establezca obligatoriamente la ley procesal, y que es lo único que dicha ley puede imponer en cuanto que solo está llamada a regular el procedimiento, pero en modo alguno las relaciones jurídicas sustantivas de dichos profesionales con su cliente, para cuya regulación se sobra y basta en exclusiva el Código Civil.