Ética Juridica y profesional

 

30 de mayo, 2008, Rafael del Rosal

La abogacía ante el Estado de Derecho. Control Deontológico

Ponencia presentada por Rafael del Rosal García en el XVII Congreso Internacional de la Unión Iberoamericana de Agrupaciones y Colegios de Abogados (UIBA), celebrado en la ciudad de Panamá (Panamá) entre los día 26 y 28 del mes de abril de 2006.

Introducción
Señor Presidente, queridos compañeros. Mi más cordial saludo al Congreso de la UIBA, a todos los congresistas y a cuantos han acudido aquí para abordar los temas de la sesión dedicada a la Abogacía y el Estado de derecho. Mi más cumplido agradecimiento a la organización del Congreso y muy especialmente al Presidente de la UIBA, Decano del Colegio de Abogados de Madrid en España, D. Luis Martí Mingarro, por la distinción con la que me honra de convocarme para abordar, una vez más, cuanto concierne a la regulación ética de nuestra profesión en este Congreso de la UIBA 2006.

Honor nada desdeñable si se tiene en cuanta el hecho contrastado de que la UIBA no solo ha dedicado siempre una atención constante, permanente y especial a los problemas que plantea la construcción y funcionamiento del sistema jurídico e institucional sobre el que descansa el ejercicio de la defensa, sino que lo ha venido haciendo con trabajos tan profundos y avanzados, que han conseguido convertir los Congresos de la UIBA en un punto de referencia internacional en la materia. Hasta el punto de que las ponencias y conclusiones que aquí se desarrollan y alcanzan acaban penetrando, abonando e informando las actividades de todo tipo que en dicho ámbito se desarrollan en los países que integra la UIBA e incluso en otras organizaciones internacionales.

En tal sentido cabe recordar la utilidad de los trabajos sobre control ético interno e internacional que desarrollamos en el Congreso de Fortaleza en Brasil para conformar la defensa en la Corte Penal Internacional; o la trascendencia que tuvieron nuestros trabajos en el Congreso de Lima (Perú) sobre el Amparo Colegial, para la Ponencia sobre la Independencia profesional del último Congreso General de la Abogacía Española celebrado en Salamanca.

Nos toca hoy estudiar el “Control deontológico de la Abogacía”. El tema no es nuevo y ya lo hemos estudiado en éste y en otros foros ampliamente, desde diversos ángulos o puntos de vista. En especial, han sido objeto de estudio en abundancia su necesidad y el entramado jurídico institucional que lo conforma, comprensivo de esos tres grandes mecanismos jurídicos de distinta estirpe aunque estrechamente ligados entre sí, constituidos por el Código de Conducta de la Abogacía, de un lado. El Estatuto Privilegiado de inmunidad e Independencia de la Defensa, de otro. Y, finalmente y de otro la Institución Colegial que administra la garantía de ambos con sus competencias Disciplinaria y de Amparo.

Hemos realizado trabajos en torno a un Código de conducta común para toda Iberoamérica, hemos trabajado –como ya queda dicho- la Independencia profesional y el Amparo Colegial y hemos trabajado la Institución Colegial, como acaba de hacer en esta misma sesión el Presidente del Grupo de Abogados Jóvenes de Madrid, el compañero Jaime Aranzadi, desde el ángulo de la colegiación obligatoria.

En esta hora nos propone el Congreso estudiar el control deontológico de la profesión desde la perspectiva del Estado de Derecho. Por tanto, la cuestión sobre la que deberemos trabajar y debatir, viene planteada de forma bien sencilla y concreta: Cuáles sean las exigencias que plantea el Estado de Derecho para que el control deontológico de la profesión cumpla su función genuina. O, dicho de otro modo, cómo debe ejercerse el control deontológico para cumplir con las exigencias del Estado de Derecho.

El tema, en un primer momento pudiera parecer ocioso porque tendemos a suponer que en un Estado de Derecho constituido resulta imposible pensar, siquiera, que pudiera ejercerse cualquier tipo de control, cualquier tipo de competencia disciplinaria, que no se adecuara a sus prescripciones.

Pero, con algo más de calma y de tiempo, repararemos enseguida que el planteamiento de esta sesión no solo está justificado, sino que resulta extraordinariamente oportuno. De un lado porque, una vez constituido lo que hoy denominamos un Estado democrático, social y de derecho o formas de Estado contemporáneas, no todo el sistema se adecua a sus requerimientos de un solo golpe y en un solo instante. Y, de otro, por cuanto la mayor parte de los países cuyos Colegios de abogados integra la UIBA, han arribado al buen puerto de las Constituciones de Estados democráticos, sociales y de derecho en los últimos veinticinco años y estamos en la tarea de construirlos y, sobre todo, de reconstruir o regenerar todo su entramado social y corporativo de base.

Presupuestos del estudio. Objeto
Pero antes de entrar por derecho en los requerimientos que impone el Estado de Derecho al ejercicio de la competencia disciplinaria en materia de ética profesional por nuestros Colegios, resulta imprescindible anotar los presupuestos del objeto de nuestro estudio. Es decir de qué es de lo que hablamos cuando lo hacemos del Control Deontológico de la abogacía. Sin duda, diremos que de competencia disciplinaria para hacer cumplir las normas éticas de la profesión. Sin duda. Pero con ello nos quedaremos en una mera definición descriptiva y no de su esencia o naturaleza que no es otra que el presupuesto del objeto de nuestro estudio.

Estamos hablando de autorregulación. De disciplina, sí, pero autorregulada. O, lo que es lo mismo, de control disciplinario arrancado de las manos del Estado, de los poderes públicos, para ser administrado por la propia profesión mediante delegación a favor de sus instituciones corporativas profesionales. Autorregulación que constituye la piedra angular de nuestro estatuto privilegiado de libertad e independencia, en tanto que dichas prerrogativas maestras de nuestro estatuto lo son, precisamente, frente a dichos poderes públicos y solo frente a ellos.

Lo decisivo de tan moderno como sofisticado instrumento jurídico radica también en su moderna concepción. En que en su ratio esencial no se encuentran ni en el ejercicio salvífico de la bondad y tampoco y ni tan siquiera en un débito de los profesionales para con su institución Colegial, como si dependientes o vicarios de la misma fueran. Sino que se encuentra en un pacto social o intercambio con la sociedad por medio del Estado, para ganar su confianza, general y de cada ciudadano en particular, recuperando a cambio nuestra independencia formal, perdida ésta desde Roma a manos del poder público que intervino administrando disciplina sobre la profesión a fuer de nuestros primeros y primitivos pecados económicos de ambición desmedida, -como hoy hace el Estado con los empresarios y sus Normas de Buen Gobierno o con los periodistas con sus tan discutidos Estatutos- y que solo nos fue posible recuperar precisamente con la autorregulación ética.

Y, por tanto y esto es lo decisivo, que son toda la sociedad y cada ciudadano, justiciable o cliente en particular, los acreedores de nuestra responsabilidad ética auto-asumida. Porque ellos y nadie más que ellos, son los únicos destinatarios de nuestras normas éticas autoproclamadas. Porque es a ellos a quines va dirigido nuestro compromiso de guardarlas y exigirlas. Porque gracias a ofrecer tal compromiso y cumplirlo les resulta posible atorgar su confianza en el mandato para la defensa a pesar de nuestra independencia formal.

Tal presupuesto y la concepción que implica no son un problema cualquiera. Van a ser nada menos que la clave de lo que aquí concluyamos sobre las exigencias del Estado de derecho para que el control deontológico cumpla con su función. Sencillamente porque su función radica en el cumplimiento de nuestro compromiso ético-jurídico, social y político con la sociedad y los ciudadanos.

Lo que significa, que cuanto vamos a estudiar a continuación descansará sobre tal concepción de nuestro objeto de estudio y que si lo debatimos seriamente, el debate, al final, nos traerá aquí porque, en lo fundamental, será la concepción que tengamos del porqué del control ético y del porqué de quien lo ejerce, en definitiva de la naturaleza y esencia de la autorregulación, la que marcará el cómo de la misma en un Estado de Derecho.

El Estado de derecho y el ejercicio de la competencia disciplinaria
El patrón o canon de un Estado democrático de derecho descansa en esencia sobre un trípode fundamental sobre el que no abundaremos dándolo por sabido y orillando, por ajeno a la finalidad de nuestro trabajo aquí, el cumplimiento de los estándares de la organización democrática de sus instituciones para el juego político: Garantías y derechos fundamentales. Sometimiento general a la ley. Y sometimiento general a los jueces para la interpretación y aplicación de la ley.

Tales serán, por tanto, los requerimientos que el Estado de Derecho trasladará al ejercicio del control deontológico o potestad disciplinaria que otorga a nuestros Colegios.

En cuanto a las garantías se refiere, se trata de las exigibles para la investigación y determinación de la responsabilidad. Su expresión natural es el procedimiento y en él se concentran sus exigencias. En el principio de que el control disciplinario ético deberá ejercerse mediante un procedimiento reglado. Que no podrá imponerse a ningún colegiado corrección disciplinaria alguna por los órganos competentes para ejercer el control, sin tramitar un procedimiento previsto al efecto. Pero además, que dicho procedimiento deberá regirse por los principios y garantías que rigen el derecho procesal punitivo moderno. En lo sustancial: Presunción de inocencia, defensa, audiencia, legalidad, irretroactividad, tipicidad, principio acusatorio, prohibición de causa general, responsabilidad, proporcionalidad, prescripción etc.

No insistimos ni nos detendremos en las exigencias del Estado de derecho en cuanto a este apartado se refiere por cuanto, de un lado y existiendo Estado de Derecho, es en él donde con más intensidad, antelación y plenitud el control disciplinario queda adecuado a sus prescripciones, al ser el más transparente al control o revisión y el menos opaco a las restricciones. Y, de otro, por cuanto puede decirse que el ejercicio de la potestad disciplinaria por nuestros colegios ya se viene realizando, sin problemas de señalar, con adecuación a las exigencias referidas, muy especialmente por cuanto la defensa se encarga de velar por que dichas exigencias se cumplan.

El control deontológico y el sometimiento general a la ley
Será en este segundo ámbito de exigencias en el primero que nos deberemos detener para analizar los problemas que plantea la adecuación del control deontológico al Estado de derecho.

Se centra aquí la cuestión, en lo fundamental, en la exigencia al conjunto de la profesión del cumplimiento y observancia de las normas éticas de las que se ha dotado. Cuestión que nos conduce a los dos aspectos centrales en los que aparecen problemas para la vigencia del Estado de Derecho en el canon que nos ocupa: De un lado, cuanto atañe a la vigencia de la norma o puesta en valor de los Códigos éticos de la abogacía en cada uno de nuestros países. Y, de otro, a cuanto atañe a la responsabilidad frente a la norma o titular del débito ético.

3.1 El vigor de la norma.- En lo que se refiere a la puesta en valor de nuestros Códigos éticos se trata, no ya de actualizar o de poner al día los Códigos, tarea constante y siempre pendiente pero no acuciante hoy, de modo que no será aquí donde el Estado de Derecho nos plantee tareas perentorias o problemas agudos. Nuestros Códigos existen y están en vigor, sin perjuicio de su constante de puesta al día. Se trata de que los Códigos éticos se apliquen. De evitar el desuso o decaimiento inercial del vigor de la norma por la fuerza o vigor de las costumbres o de su ignorancia masiva.

El Estado de derecho nos llama, nos exige, poner en valor nuestras normas éticas en un doble sentido. Uno, elemental: Exigir el cumplimiento de todas ellas tal y como están en nuestros Códigos, en virtud del principio de legalidad. Y el otro, de más alcance: Determinar cómo deben aplicarse. Tarea ésta última en la que radica el esfuerzo más ingente que nos reclama el presente al respecto: El desarrollo doctrinal de nuestras normas sin perjuicio de su aplicación al caso concreto. Motivar porqué en cada caso concreto se aplica la norma de la forma en que se hace, no ya para cumplir los requerimientos procesales y de garantías que impone el propio Estado de Derecho en relación con la motivación de nuestras resoluciones disciplinarias, sean de sobreseimiento, sean sancionadoras. Sino para alcanzar la otra gran exigencia de ese mismo tipo de Estado, de que la norma se aplique a todos por igual o canon sustancial de la justicia de los hombres.

Se trata, por tanto, de justificar científicamente los comportamientos excluidos y los incluidos y, en definitiva, de los límites objetivos del nacimiento de la responsabilidad. En fin, de que el conjunto ético normativo del que nos hemos dotado cobre vida y su observancia constituya una realidad no solo desde la conciencia plena de su vigencia, sino desde la seguridad jurídica. De que todos los abogados conozcan cómo, porqué y con que alcance obliga cada una de dichas normas. Y también los ciudadanos. De que nuestros Códigos no sean letra muerta cuya vigencia quede al albur de la opinión subjetiva o personal que cada órgano competente del control ético tenga de la necesidad de los preceptos en vigor o de la oportunidad de su aplicación.

Desarrollo doctrinal en el que es necesario reconocer que nuestra disciplina se encuentra en mantillas. Que ha sido tradicionalmente inexistente por razones históricas de diversa índole, que nos han colocado en el nacimiento de los modernos Estados de Derecho, sencillamente, con todo por hacer y que nos convoca de forma perentoria a poner los medios necesarios para propiciarlo.

Las palancas centrales para ello, que solo dejo apuntadas para su ulterior desarrollo vienen constituidas, de un lado, por otro de los requerimientos del Estado de Derecho que no es sino la más amplia motivación de las resoluciones que se dicten en la materia, con pronunciamientos técnico-jurídicos suficientemente amplios como para ir construyendo lenta pero paulatinamente un cuerpo doctrinal suficiente de cada norma ética. De otro lado, por la transparencia o más amplia divulgación de dichos pronunciamientos con las debidas reservas nominales y, finalmente y por otro, por la instauración de la disciplina como asignatura en las licenciaturas jurídicas, que conecte la materia con la Universidad, en la que se encuentran los mejores centros de investigación científica de los que están dotadas nuestras sociedades.

La tarea es, como digo, ingente y requerirá tiempo, esfuerzo y la voluntad de muchos y muchas y variadas instancias. Pero no será posible si no asumimos el problema. A conseguirlo han ido destinadas estas primeras reflexiones.

3.2 El vigor de la responsabilidad.- Si el primer conjunto de problemas que apuntábamos en relación con el sometimiento general a la ley venía determinado por cuanto atañe al vigor de la norma, el segundo viene referido a la estructura de la responsabilidad. Al sujeto destinatario de la norma o titular del débito ético.

Venimos insistiendo en los sucesivos trabajos relacionados con la ética profesional y, en general con la ética jurídica autorregulada, en la doble naturaleza del abogado como origen de la norma ética: De un lado su naturaleza de instituto jurídico, sede de la función de la defensa, en virtud de la cual viene llamado a contribuir desde el derecho de defensa a la realización de la justicia como fuente de la paz social en el seno del Estado de derecho y desde la cual solo viene sujeto a la consecución de un interés social general y no a su propio interés particular. Y de otro en su naturaleza de agente económico, en virtud de la cual viene llamado a su sostenimiento como individuo y, por tanto, sujeto a las leyes del mercado, de la competencia y del propio beneficio como consecución de su interés particular. Doble naturaleza que, en aras de su independencia y de la confianza social y particular en su función, provoca el autosometimiento a la norma ética como formula de disolución del antagonismo esencial en el que le hace desenvolverse la contradicción entre los dos intereses que en él conviven. Y mediante la cual, se compromete a actuar en caso de conflicto, a favor del interés de la función pública que desempeña y sus exigencias, dejando en segundo término su particular interés.

La naturaleza institucional del abogado se desarrolla históricamente mediante la construcción de un entramado normativo o sistema jurídico destinado a regular el derecho y la función de la defensa, que bascula entre el avance del propio Estado de Derecho -tanto en sede constitucional y en torno a los derechos fundamentales, como en sede de legislación ordinaria en el desarrollo normativo de éstos- y el desarrollo estatutario e institucional de la profesión. Desarrollo ingente en el transcurso de los años e incluso siglos, que ninguna repercusión tendrá en el sujeto titular de la institución de la función de la defensa porque atañe exclusivamente a la función y a su modo pero no al sujeto que la desempeña, que en ningún caso va a ser desbordado como unidad funcional irreductible, al queda siempre reducida al abogado en exclusiva.

Sin embargo no va a ocurrir lo mismo en cuanto se refiere a la naturaleza del abogado como agente económico pues su desarrollo histórico en lugar de afectar a su función lo hará al titular de la misma, de tal modo que éste se irá desdoblando, apareciendo junto al abogado y ligado a su interés un sujeto económico distinto: La empresa de la defensa.

Y si bien es cierto que durante siglos y hasta hace bien poco la titularidad de la empresa de la defensa y la titularidad de la función de la defensa venían o aparecían unidas en el propio abogado, en un proceso económico iniciado en el último medio siglo y acelerado en los últimos decenios, no solo se ha quebrado la unidad de la doble titularidad apareciendo la sociedad profesional o despacho colectivo bajo cualquier forma asociativa, sino que se ha iniciado un proceso que, si no se pone remedio, sancionará la separación entre ambas de manera definitiva, con la aparición de la empresa de la defensa de titularidad no profesional, primero en parte y, más tarde, en su totalidad. Tal es la tendencia que apunta en Europa de forma imparable la nueva regulación de las sociedades profesionales, en la que se empezará a permitir la sociedad mercantil participada por capital no profesional.

Tal separación será la que empezará a provocar disfunciones en la estructura o vigor de la responsabilidad ética y, a la postre, en el principio de sometimiento general a la ley como impronta o canon de plenitud del imperio del Estado de Derecho en el control ético que nos ocupa. De suerte que, primero de forma difusa o abstracta y más tarde de forma específica, tanto en los profesionales integrados en la empresa de la defensa o despacho, como en los órganos competentes del control disciplinario, irá apareciendo la especie de que en determinada forma se produce un trasvase de responsabilidad ética del profesional titular de la función de la defensa y el titular de la empresa de la defensa e, incluso a ésta misma, en un fenómeno que deberemos denominar como fuga de la responsabilidad.

Consiste éste en predicar del despacho o sus titulares, sean individuales o colectivos los quebrantos éticos en los que puedan incurrir individualmente sus miembros, especialmente en lo que atañe a las obligaciones éticas ligadas a la gestión de la defensa –diligencia- o a la gestión económica de la defensa –honorarios- sobre la realidad de que es el despacho el que detenta las prerrogativas organizativas del trabajo y, desde luego, la titularidad de las rentas del trabajo colectivo. En definitiva, de cuanto atañe a la producción empresarial de la defensa.

Ni que decir tiene, que la pretensión que anida en dicha concepción de la responsabilidad, atenta de forma escondida contra la irreductible unidad del sujeto institucional de la función de la defensa, pues implícitamente viene a defender que la gestión de la defensa pasa de algún modo del abogado al despacho o empresa de la defensa, cuando tanto jurídica como técnicamente el titular exclusivo de la misma solo puede serlo aquél, por mucha colaboración o cooperación que éste pueda y deba encontrar en sus compañeros o estructura, de dentro o de fuera del mismo.

Ejemplos paradigmáticos de lo expuesto resultan quebrantos de la obligación de diligencia por abandono de la defensa por expedientes sin control en el seno de la organización del despacho por traslado del abogado que los tramitaba de funciones o de territorio, sin asegurar su sustitución. O quebrantos de la obligación de rendición de cuentas por el abogado director de la defensa bajo la excusa de que el cobro de los honorarios se realizó para el despacho o su titular y sobre el que ningún control ejercería. Excusas que podrían trasladarse a la devolución de documentos o información por el control de los expedientes u otras obligaciones éticas.

Sin duda, el legislador ético ha venido intentando salir al paso de la tendencia señalada habilitando, una y otra vez, normas que podríamos denominar de reconducción de la responsabilidad ética en su conjunto al titular de la función de la defensa, cerrando la fisura abierta entre éste y su responsabilidad por la aparición de la empresa de la defensa. Ejemplos claros de ello son las normas extensivas de la responsabilidad de todo el despacho en relación con el secreto profesional o con la prohibición de defender intereses contrapuestos. Y, desde luego, las que insisten en la responsabilidad ética individual del abogado en cuantas normas regulan el ejercicio colectivo de la profesión.

Sin embargo, es claro que no parece bastante y que el problema debe encontrar remedio de forma concluyente mediante una regulación clara de la responsabilidad ética en el Estatuto General de la profesión con el que ésta venga regulada en cada país. Especialmente en una hora en la que en la mayoría de ellos y desde luego en España, está sobre la mesa de la regulación de las sociedades profesionales y las distintas relaciones jurídico-profesionales en el seno de los despachos colectivos, singularmente la laboral o dependiente. De forma que quede nítidamente clara la separación entre la función empresarial y la función de la defensa, la relación jurídica entre el abogado y el cliente y las obligaciones éticas que conlleva, así como la relación jurídica entre la empresa de la defensa y el cliente.

Remedio que se hace urgente si se tiene en cuenta que a la confusión reinante se añaden intentos claros de institucionalizarla normativamente, pues entre las novedades reguladoras de la responsabilidad está apareciendo con pujanza una fuerte corriente que propugna la responsabilidad ética de las sociedades profesionales y que, presentándose como modernizadora en la medida en la que parece extender la responsabilidad a más sujetos, recibiendo en sede disciplinaria la extensión de la responsabilidad a las personas jurídicas que ha cobrado carta de naturaleza en sede penal, en realidad nos encontramos ante un fuerte retroceso desrregulador, que vendría a sancionar el trasvase definitivo de responsabilidad, del abogado a la sociedad profesional, que venimos señalando como disfunción del Estado de derecho en el control ético y, en realidad, disolviendo en responsabilidad meramente civil comportamientos que hasta ahora comprometían éticamente a la abogacía con el cliente y la sociedad, bajo control disciplinario.

De tal modo que si lo que se quiere es despenalizar supuestos éticos, que se haga y quede claro quien lo propugna y porqué y lo asuma frente a la sociedad toda, pero que no se escondan bajo la confusión, para conseguir el mismo objetivo sin que se ni siquiera se sepa y quedando oculto el responsable.

Desde el empeño apuntado cabrá sentar aquí, para su ulterior desarrollo normativo en los Estatutos Generales, los siguientes principios básicos:

a) El titular exclusivo de la función de la defensa es el abogado y no el despacho o la empresa de la defensa en la que el mismo se integre bajo cualquier forma.

b) Las normas éticas obligan al abogado en el ejercicio de la función de la defensa y lo hacen todas ellas en su conjunto y de forma inescindible.

c) La forma en la que el abogado organice su actividad económica profesional no modifica los dos principios precedentes.

d) Lo anterior implica necesariamente que si la empresa de la defensa se relaciona directamente y como tal con el cliente, bien a través de un abogado, bien a través de quien no lo fuera, solo puede ofrecer al cliente un servicio que no será defenderle, sino que le procurará defensa. Que su defensa queda garantizada por un abogado de esa empresa o despacho, qué abogado será el director de su defensa para su aceptación y que será avisado conveniente de los cambios de defensor que sean necesarios, en su caso, para que los autorice. Todo ello sin perjuicio de que el cliente designe defensor de su preferencia de ese despacho y éste acepte la misma.
e) Igualmente implica que ningún despacho podrá designar defensor de un cliente a ninguno de sus miembros, sea cual fuere la forma jurídica de su integración en la empresa de la defensa, que no goce de las prerrogativas necesarias para responder ante dicho cliente de todas las obligaciones éticas establecidas en el vigente Código Deontológico de la Abogacía. Del mismo modo que ningún abogado integrado en un despacho bajo cualquier forma jurídica, aceptará defensa alguna sin estar en disposición de garantizar a su cliente que podrá hacer frente a todas las obligaciones éticas contenidas en el Código de conducta vigente.

f) Cuanto queda dicho redunda en que la calidad de abogado defensor o de abogado director de defensa constituye la más alta cualidad profesional dentro de toda empresa de la defensa, sea individual o colectiva y que, en todo caso, no puede asumirse por cualquiera y de cualquiera forma.

g) Del mismo modo que todo ello impone de forma definitiva y concluyente, además de por otras razones que no es aquí el lugar de exponer o debatir, que la extensión de hoja de encargo deba convertirse en obligación ética de inmediato, bajo calificación y sanción de infracción grave en todo caso de ejercicio no exclusivamente individual de la abogacía. Y que, en ella, deberán quedar aclaradas, establecidas y garantizadas, de forma absolutamente precisa, cuantas prescripciones se establecen en los principios señalados en los apartados “d)” y “e)” precedentes.

h) Que cualquier cambio legislativo que se produzca en la regulación de la empresa de la defensa o de las relaciones jurídicas posibles en su seno, respete los anteriores principios o explique en su exposición de motivos porqué los modifica, en qué sentido, qué normas éticas quedan, en su caso, derogadas o en qué sentido queda modificada la responsabilidad ética por las relaciones jurídicas que se modifiquen o se establezcan ex novo.

El control deontológico y el sometimiento de la interpretación y aplicación de la ley a los jueces y tribunales
También deberemos detenernos de forma decisiva en ésta tercera prescripción o exigencia del Estado Derecho en relación con el control ético de la abogacía pues constituye, quizás, el ámbito en el que se produce el más grave de sus déficits. No solo por los problemas que genera, sino porque no se trata de una mera tendencia corrosiva de la responsabilidad, sino de una carencia estructural del sistema de exigencia de la responsabilidad.

El problema aquí se centra en el control jurisdiccional de la Administración como manifestación especial del sometimiento de la interpretación y aplicación de la ley a los jueces y tribunales que impone el tercer canon del Estado de Derecho. Se trata de que los acuerdos adoptados por las Juntas de Gobierno de los Colegios en materia de ética profesional, en virtud de la potestad disciplinaria que tienen otorgada, puedan ser revisados en vía jurisdiccional.

No es éste el momento de debatir o construir una teoría general sobre el control jurisdiccional de la Administración Pública ni de abundar en las características específicas de la jurisdicción Contencioso-Administrativa. Se trata ahora, exclusivamente, de observar los problemas que plantea dicho control en relación con la Administración Corporativa o aquella en la que se encuadran los Colegios Profesionales y, entre ellos, los de Abogados, como parte integrante de de la Administración Pública, en tanto ejercen competencias y potestades propias de dicha Administración, especialmente y cuanto se refiere a la potestad disciplinaria para el control ético de la Abogacía.

Centrando mis reflexiones de hecho en España y partiendo de que el derecho Administrativo Continental Europeo informa buena parte del Derecho Administrativo de los piases cuyos Colegios de Abogados integran la UIBA, sin perjuicio de las excepciones que nos puedan apuntar las distintas delegaciones asistentes a este Congreso, se puede observar que, en efecto, los acuerdos dictados por las Juntas de Gobierno de los Colegios de Abogados por los que se impone una sanción a cualquiera de sus colegiados en materia de ética profesional y una vez agotada la vía administrativa –que lo será por el acuerdo que puedan dictar los Consejos Autonómicos de Colegios de Abogados en el Recurso de Alzada interpuesto contra aquellos, en su caso, único que cabe en dicha vía- pueden ser recurridos por el Abogado sancionado ante los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, ante los que viene legitimado para encontrar la debida tutela judicial efectiva para someter a revisión jurisdiccional la actividad disciplinaria de los Colegios de Abogados como Administración Pública.

El problema viene planteado por el hecho de que, a la inversa, los acuerdos dictados por las Juntas de Gobierno de los Colegios de Abogados, por los que sus órganos competentes en la materia acuerdan archivar los expedientes, bien por hacerlo de plano de la queja formulada, bien por hacerlo una vez concluido el expediente sancionador en cualquiera de sus fases, no encuentra cauce para la revisión jurisdiccional por parte del denunciante o autor de la queja por entender los juzgados y tribunales, según doctrina consolidada de los Tribunales Superiores de las Comunidades Autónomas y del Tribunal Supremo, que el denunciante no tiene legitimación activa para ser acreedor de tutela judicial efectiva en dicha sede.

La doctrina, que en los más receptivos de los ponentes de las sentencias ha encontrado la variante blanda de que no pueda afirmarse que sea aplicable a todos los casos de forma absoluta y concluyente –existe algún caso de archivo en el que el denunciante encontró tutela para la viabilidad de su recurso contencioso-administrativo en materia de venia y en el que el denunciante era también abogado- se funda en resumidas cuantas y para no entrar ex abundantia en la argumentación jurídica, en que el denunciante no tiene un interés directo, en el sentido de legítimo, en el sentido de real, en la imposición de una sanción corporativa a un abogado.

De tal suerte que los jueces y tribunales en España y, salvo información concreta en contrario, en todos los países integrantes de la UIBA, plantean una división de la legitimación para encontrar tutela judicial para la actividad jurisdiccional revisora de las decisiones administrativas en materia de control ético adoptadas por los Colegios de Abogados, en dos mitades claramente diferenciadas no iguales o simétricas en derechos: Solo detentan el derecho a la tutela revisora los abogados si son sancionados. No así los ciudadanos que ven archivadas sus quejas contra un abogado en materia de ética, antes o después del procedimientos sancionador.

La cuestión podría ser considerada baladí si no fuera en ella o no afectara, como afecta, al núcleo esencial de todo el sistema ético-jurídico de la profesión y, muy específicamente, a la Institución garante de la Autorregulación Ética y, a la postre, a los fundamentos de la propia autorregulación. De tal modo que si, como apuntábamos más arriba cuando señalábamos los presupuestos y el objeto de esta ponencia, solo es posible sostener todo el edificio de la confianza de la sociedad y de nuestros clientes en la abogacía y en su abogado y, a la vez, recuperar nuestra independencia formal frente a los poderes públicos, mediante la asunción de la potestad sancionadora a costa de dichos poderes para desembocar en una disciplina autorregulada, es claro que tan sofisticado constructo jurídico esencial solo resulta sostenible si la Institución Colegial, sede y matriz de la ética autorregulada, rinde control ante el poder judicial de su papel de garante del compromiso ético de la profesión, como último eslabón del buen y recto ejercicio de la potestad disciplinaria ética, de legalidad y de interdicción de la arbitrariedad.

Arbitrariedad que en las instituciones colegiales de las profesiones liberales tradicionalmente se ha manifestado mediante la enfermedad del denominado corporativismo, cuya característica fundamental consiste en invertir el propósito de la autorregulación, de mecanismo de exigencia de responsabilidad en mecanismo de disolución de la misma. Corporativismo origen de la congénita debilidad de nuestras Corporaciones durante el pasado siglo, completamente incompatible con el Estado de Derecho y que éste llama a extinguir de forma contundente y, desde luego a corregirlo de continúo como tendencia desviacionista, también congénita de aquellas si, precisamente no están sometidas a control y transparencia. Control que solo es posible, no solo si puede ser ejercido, como debe serlo, por el poder judicial, sino si este resulta posible precisamente frente a los acuerdos de archivo dictados ante las quejas que puedan formularse, pues es en ellos donde puede manifestarse la arbitrariedad y no en los sancionadores que, en todo caso resultan expresivos de la exigencia de responsabilidad.

De manera que la doctrina mantenida por nuestros jueces sobre la falta de legitimación activa de los denunciantes en sede ética, para obtener tutela judicial efectiva en orden a la revisión jurisdiccional de los acuerdos de archivo de sus quejas, constituye la justificación más palmaria de cualquier manifestación de arbitrariedad por parte de los Colegios en la administración del control ético y, por ende, de corporativismo, pues sancionando de forma general la inviabilidad de su control, sencillamente, le están abriendo la puerta, garantizando su opacidad e impunidad. Efecto absolutamente contrario al Estado de derecho y a su prescripción y exigencia de control jurisdiccional de la aplicación e interpretación de la ley, nada menos que en su mitad y parte más esencial y más necesitada de control.

De todo ello solo puede concluirse que la abogacía debe reaccionar de manera decidida y terminante ante una situación insostenible. De suerte que, o de inmediato se abre el control jurisdiccional a los acuerdos de archivo de sus instituciones colegiales en la materia o se estará minando su supervivencia, la autorregulación que encarnan, la confianza social en la profesión y a la postre, el edificio todo sobre el que se sustenta la independencia de la profesión que, a no mucho tardar, será perdida a manos del poder público, que deberá retomar en sus manos la potestad disciplinaria cedida.

Cuestión tan decisiva debe llevar a la UIBA y todas las organizaciones colegiales integradas en ella a realizar los trabajos y las gestiones necesarias, por sus cauces, para que el legislador ordinario de todos los países de sus sedes otorgue ope legis legitimación activa al denunciante para obtener tutela judicial frente a los acuerdos de archivo de sus quejas en sede ética. Fundamentalmente para que la administración disciplinaria colegial se adecue a los requerimientos del Estado de derecho pero, además, para que lo haga cuanto antes, en evitación de pender para ello de un cambio de doctrina jurisprudencial, que puede retrasar letalmente tan capital necesidad de sus exigencias.

La fundamentación jurídica para ello no es en modo alguno difícil, partiendo de cuanto queda dicho, que deja claro lo que de esencial se juega en el envite. Pero dejaremos aquí apuntados los tres argumentos que a nuestros entender invalidan de forma concluyente los tres argumentos secundarios que levanta los jueces para mantener la doctrina de falta de legitimación activa del denunciante para encontrar tutela revisoria de los acuerdos de archivo de sus quejas en sede ética por carecer, negadamente y a su juicio, de un interés real en la posible sanción que pudiera imponerse al colegiado denunciado.

4.1 Los dos primeros se centran en la determinación del contenido del concepto “interés real”, manteniendo la doctrina jurisprudencial cuestionada que la imposición de una sanción al letrado denunciado no generará al denunciante “provecho o beneficio alguno”. Argumento que se abre en dos, al venir complementado por la consideración de que el posible beneficio que la imposición de una sanción pudiere reportar, se agota exclusivamente en el seno de la institución colegial y en el interés Corporativo de que las posibles conductas en quebranto de las normas éticas de la profesión que a su juicio pudieran cometerse, queden suficientemente depuradas, en la medida en que es el beneficiario del prestigio de la profesión.

El constructo argumental busca un doble sello para arrancar la legitimidad de las manos del denunciante-cliente. De un lado negándosela y, de otro y para cerrar el mecanismo de bloqueo, atribuyéndola en exclusiva a la institución corporativa. En los dos lances yerra el discurso y en ambos a fuer de hacer preterición de la naturaleza del compromiso ético de la abogacía.

Es erróneo en tanto que el denunciante sí tiene un interés real en el sentido de obtener un beneficio, aún cuando ese beneficio no sea la imposición de la sanción como tal. De tal modo que el acierto de dicha argumentación no la hace acertada en su totalidad, en la medida en la que no necesariamente tal sea el único beneficio real que pueda obtener el denunciante del ejercicio del control ético de la conducta de su defensor, siendo ésta la razón por la cual falta veracidad jurídica a la doctrina combatida. Porque el beneficio real que obtiene, como derecho a saciar, es la responsabilidad. El derecho al control ético de su conducta.

Lo que impetra el denunciante con su queja no es en realidad ni en modo alguno que el letrado sea sancionado, aunque así lo desee e incluso aunque así lo busque, lo vea justo y lo pida sino, en su caso, que sea depurada su responsabilidad, en el sentido de controlada, siendo beneficioso para él, tanto si dicho control finaliza con la imposición de una sanción, como si no. Pues dicha responsabilidad es una oferta concreta que el cliente recibe intuitu personae de su defensor en el mismo origen del encargo profesional, causa directa de la confianza en él prestada. De tal modo que el compromiso ético del abogado es un plus de servicio específico que el abogado contrae personalísimamente con su cliente como prestación de comportamiento en su gestión de la defensa y que solo puede satisfacer o cumpliéndolo o respondiendo de él ante el órgano de control. Control de la responsabilidad que se constituye en beneficio sustitutivo de la prestación ética.
Lo que quiere decir que el comportamiento ético del abogado para su cliente no es vicario de la Corporación sino al contrario, en tanto la relación del abogado con ésta no es de dependencia sino todo lo contrario, de independencia. Especialmente de la Corporación. Hasta el punto de que su compromiso y su débito ético con su cliente y con la sociedad, hace que sea la Institución Corporativa la vicaria del mismo ante la sociedad en la medida en que garantiza a ésta su cumplimiento mediante el control que tiene conferido como potestad disciplinaria, y garantizando al abogado su independencia haciendo posible el milagro de lo que denominamos autorregulación.

Construcción jurídica ésta inversa a la mantenida por la jurisprudencia y que, finalmente, hace que también obtenga el denunciante beneficio de forma real y como derecho a saciar, la revisión jurisdiccional de dicho control. En la medida en que si el abogado tiene un compromiso ético personalísimo con su cliente y éste se satisface en todo caso con su prestación de responsabilidad ante el control de la Institución Colegial, el propio control se constituye a la postre como beneficio. Y éste, en un Estado de derecho, solo lo garantiza la revisión jurisdiccional del mismo mediante su tutela judicial efectiva de los jueces y tribunales, fuente de la legitimación negada.

Lo que hace que dicha tutela -y no la sanción- en aras de la responsabilidad del abogado como derecho del justiciable a que sea controlado su compromiso ético, se constituya para el denunciante un verdadero interés directo, en el sentido de interés legítimo, en el sentido de interés real.

4.2 El tercero de los argumentos jurisprudenciales para sostener la doctrina de la cuestionada falta de legitimación del denunciante para impetrar la revisión jurisdiccional de los archivos de sus quejas acordados en sede administrativa, se centra en el fundamento que de la segunda de las anteriores vías de bloqueo dialéctico, remite el débito ético del abogado a la institución colegial. Viene éste a sostener que debe aplicársele la misma solución que la ley predica de los jueces que, en su relación de sujeción especial con la administración y, a la postre, de dependencia funcional –que no jurisdiccional-, predica de ésta el interés de su control disciplinario en detrimento del ciudadano justiciable que lo pretenda.

Especie que olvida lo ya dicho sobre la disciplina autorregulada que rige en las profesiones liberales y la independencia de los abogados a la que dicha autorregulación da virtualidad, que les liga éticamente con su cliente –lo que no ocurre con los jueces en relación con el justiciable- y hace vicaria a la institución colegial del débito ético frente a la sociedad, a la que nada deben salvo el sometimiento a su control de responsabilidad. Y, a la postre, olvidando que los jueces son funcionarios y los abogados no y que los Colegios de Abogados no son Administración sino que actúan como si lo fueran, exclusivamente para gozar la tutela de ésta en orden a ejercer su función disciplinaria delegada.

Todo lo cual exige el cambio legislativo que desde aquí propugnamos y parece imposible retrasar más, si no queremos mantener por más tiempo el déficit que impone el Estado de Derecho, en el canon de sometimiento de la aplicación e interpretación de la ley a los jueces y tribunales y, sobre todo, si deseamos hacer realidad el paso de la deontología de la justificación a la deontología de la responsabilidad.